CON EL CORREONOCTURNORudyard Kipling | |
A las nueve de una borrascosa noche de invierno me encontraba en las plataformas inferiores de una de las torres postales de la G.P.O. Mi propósito era un viaje a Québec en la Nave Postal 162 u otra cualquiera disponible; y el propio Director General de Correos había refrendado la orden. Este talismán abría todas las puertas, incluso las del centro de expediciones, situado al pie de la torre, donde estaban distribuyendo el clasificado correo Continental. Las sacas estaban apiladas como arenques en los largos cajones grises que nuestra G.P.O. continúa llamando «vagones». Cinco de tales vagones fueron llenados mientras yo esperaba, y fueron disparados hacia arriba a lo largo de las guías, para ser cargados en las naves que esperaban trescientos pies más cerca de las estrellas.
Desde el centro de distribución fui acompañado por un agradable y maravillosamente instruido oficial —Mr. L. L. Geary, Segundo Expedidor de la Ruta Occidental— al Cuarto de Capitanes (esto despierta un eco de novela antigua), donde los capitanes de correos se hacen cargo de su turno de servicio. Me presentó al capitán del «162», capitán Purnall, y a su relevo, el capitán Hodgson. El uno es bajito y moreno; el otro alto y rojizo; pero los dos tienen la mirada característica de las águilas y los aeronautas. Puede apreciarse en las fotografías de nuestros pilotos de competición profesionales, desde L. V. Rausch hasta la pequeña Ada Warrleigh: aquella insondable abstracción de la mirada, acostumbrada a penetrar las profundidades del espacio.
En el tablón de avisos del Cuarto de los Capitanes, las flechas vibratorias de unos veinte indicadores registran, grado por grado geográfico, los progresos de otras tantas naves de regreso. La palabra «Cabo» aparece en la esfera de un cuadrante; suena un gong: el correo sudafricano se encuentra en la Torre de Recepción de Highgate. Eso es todo. Recuerda cómicamente la pérfida campanilla que en el desván de los aficionados a las palomas notifica el regreso de una mensajera.
—Ya es la hora —dice el capitán Purnall, y nos dirigimos al ascensor que ha de trasladarnos a la cumbre de la torre—. Nuestro vagón se cerrará cuando esté cargado y el personal ocupe sus puestos...
El «162» nos espera en el Embarcadero E del último piso. La gracurva de su lomo despide un brillo opaco bajo las luces, y alguna leve alteración del equilibrio le hace mecerse ligeramente en los ganchos que lo sujetan.
El capitán Purnall frunce el ceño y penetra en el interior. Con un suave chirrido, el «162» se inmoviliza por completo. Desde su hocico, que ha taladrado incontables leguas de granizo, nieve y hielo, hasta la intercalación de sus tres ejes propulsores, hay una distancia de doscientos cuarenta pies. Su diámetro máximo, localizado en la parte delantera, es de treinta y siete pies. Contrasta esto con los novecientos por noventa y cinco de cualquier vapor de línea, y puede suponerse la energía que se necesita para arrastrar un casco a través de todos los climas a una velocidad muy superior a la del Cyclonic...
La mirada no detecta ninguna juntura en su piel, excepto la que corresponde al emplazamiento del timón. El timón de Magniac, que nos asegura el dominio del aire inestable y que dejó a su inventor en la miseria y medio ciego. Está calculado para la curva «ala de gaviota» de Castelli. Una inclinación hacia adelante o hacia atrás de tres octavos de pulgada equivale a un descenso o una ascensión de cinco millas.
—Sí —dice el capitán Hodgson, respondiendo a mi pensamiento—, Castelli creyó haber descubierto el secreto para controlar los aeroplanos, cuando lo único que hizo fue descubrir el modo de gobernar globos dirigibles. Magniac inventó su timón para que fuera aplicado a los buques de guerra, y la guerra pasó de moda y Magniac perdió la chaveta porque dijo que ya no podía servir a su patria. Me pregunto si alguno de nosotros sabe realmente lo que estamos haciendo.
—Si quiere ver el vagón cargado será mejor que suba a bordo —dice Mr. Geary. Cruzo la puerta situada en el centro de la nave. Aquí no hay nada que alegre la vista. La hilera de tanques de gas discurre a un par de pies de distancia de mi cabeza, y gira por encima de la curva de la sentina. Los buques de línea y los yates disfrazan sus tanques con motivos decorativos, pero la G.P.O. se limita a cubrirlos con una capa de pintura gris, que es el color de reglamento. La sala de máquinas se encuentra casi en el centro de la nave. Delante de ella hay una abertura, ahora una escotilla sin fondo, en la cual quedará encajado nuestro vagón.
Mirando hacia abajo, a trescientos pies de distancia, se percibe el centro de distribución. De pronto, algo asciende rápidamente hacia nosotros. Su tamaño aumenta paulatinamente: primero es un sello de correos, luego un naipe, después una batea y finalmente un pontón. Los dos empleados, su tripulación, ni siquiera levantan la mirada cuando llega a su destino. Las cartas para Québec vuelan bajo sus dedos y pasan a las correspondientes casillas, mientras los dos capitanes y Mr. Geary comprueban si el vagón queda bien encajado. Un empleado entrega la lista de embarque. El capitán Purnall le pone el visto bueno y se la pasa a Mr. Geary.
—¡Buen viaje! —dice Mr. Geary, y desaparece a través de la puerta, que un compresor neumático cierra detrás de él.
—¡A-ah! —suspira el compresor al relajarse. Los ganchos que sujetan a la nave se sueltan con un chasquido metálico. Estamos libres.
El capitán Hodgson abre la gran portañola inferior a través de cuya mirilla coloide contemplo el iluminado Londres deslizarse hacia el este a medida que el viento nos arrastra. La primera de las bajas nubes de invierno oculta el conocido paisaje y oscurece el Middlesex. En uno de los extremos de la nube puedo ver las luces de una nave postal hundiéndose en la blanca masa. Por un instante brillan como estrellas antes de desaparecer en dirección a la Torre de Recepción de Highgate.
—El Correo de Bombay —dice el capitán Hodgson, y consulta su reloj—. Lleva cuarenta minutos de retraso.
—¿A qué altura estamos? —pregunto.
—A cuatro mil pies. ¿No va usted a subir al puente?
El puente (agradezcamos a la G.P.O. su preocupación por conservar las más antiguas tradiciones) está representado por una vista de las piernas del capitán Hodgson mientras permanece de pie en la Plataforma de Control. El bastidor coloide está abierto y el capitán Purnall, con una mano en el volante, está esperando una racha de viento favorable. El altímetro señala 4.300 pies.
—Hace una noche de perros —murmura Purnall, mientras remontamos capa tras capa de nubes—. En esta época del año, acostumbramos a encontrar una corriente de aire de levante por debajo de los tres mil pies. No me gusta avanzar a través de las nubes.
—Lo mismo le ocurre a Van Cutsem. Siempre anda buscando una racha de viento favorable —dice el capitán Hodgson.
Un centenar de brazas más abajo una luz empañada rompe las nubes. El Correo Nocturno de Antwerp está de regreso. El viento nos situaría sobre el Mar del Norte en media hora, pero el capitán Purnall gobierna la nave con prudencia. «Cinco mil... seis mil, seis mil ochocientos.» El altímetro va subiendo hasta que encontramos la corriente de levante. Entonces, el capitán Purnall corta los motores y fija el gobernalle a una varilla situada delante de él. Sería absurdo utilizar las máquinas cuando Eolo nos empuja completamente gratis. Ahora avanzamos rápidamente. A esta altura, las nubes inferiores aparecen desplegadas, peinadas por los secos dedos del Este. Por encima de nuestras cabezas, una película de niebla a la deriva extiende una especie de gasa a través del firmamento. La luz de la luna convierte los estratos inferiores en plata sin una sola mancha, a excepción de la sombra que proyecta nuestra nave. Los Dobles Faros de Cardiff y de Bristol están apagados delante de nosotros, ya que seguimos la Ruta Meridional de Invierno. La Central de Coventry, el eje del sistema inglés, proyecta cada diez segundos su chorro de luz diamantina hacia el norte; a nuestra izquierda parpadea intermitentemente la inconfundible luz verde de El Puerro, el gran rompedor de nubes del cabo de San David. Con este tiempo tiene que haber una capa muy espesa de nubes encima de El Puerro, pero eso no le afecta.
—Nuestro planeta está superiluminado, desde luego —dice el capitán Purnall, mientras Cardiff-Bristol se deslizan por debajo de nosotros—. Recuerdo los viejos tiempos, cuando la localización de un lugar exigía una pericia especial. Sobre todo, cuando hacía mal tiempo. Ahora es como conducir por Piccadilly. Señala las columnas de luz que taladran la capa de nubes. No vemos nada de los contornos de Inglaterra: sólo un blanco pavimento horadado en todas direcciones por aquellas escotillas multicolores. ¡Benditos sean Sargent, Ahrens y los hermanos Dubois, que inventaron los rompe nubes del mundo para que nosotros viajáramos con más seguridad!
—¿Va usted a remontarse para el Shamrock? —pregunta el capitán Hodgson. El capitán Purnall asiente.
Debajo de nosotros el tránsito es muy intenso. El banco de nubes aparece cruzado de grietas llameantes: son las naves del Atlántico que regresan apresuradamente a Londres. Según las normas internacionales, las Naves Postales disponen de todo el espacio hasta cinco mil pies de altura, pero los extranjeros que tienen prisa se toman toda clase de libertades con el espacio inglés.
Sobre el Atlántico no hay ninguna nube, y unos leves regueros de espuma alrededor de la Bahía Dingle señalan los lugares donde el mar martillea la costa. Un enorme buque de línea de la S.A.T.A. (Société Anonyme des Transports Aëriens) está sumergiéndose a media milla debajo de nosotros en busca de alguna grieta en el sólido viento del oeste. Más abajo, una nave danesa averiada está comunicando con el buque de línea en clave internacional. Nuestro receptor de Comunicación General ha captado la conversación y la reproduce. El capitán Hodgson hace un movimiento para desconectarlo, pero cambia de idea.
—Tal vez a usted le guste escuchar —dice.
—Argol, de Santo Tomás —susurra el danés—. Informando a los propietarios que tres soportes del eje de estribor se han fundido. En estas condiciones podemos llegar a Flores, pero imposible ir más allá. ¿Debemos comprar recambios en Fayal?
El buque de línea se da por enterado y recomienda invertir los soportes. El Argol contesta que ya lo ha hecho, sin resultado, y empieza a echar pestes contra los soportes alemanes. El francés asiente cordialmente, dice «Courage, mon ami" y corta la comunicación. Sus luces se hunden bajo la curva del océano.
—Ese es uno de los buques de la Lundt & Bleamers —dice el capitán Hodgson—. Les está bien empleado por utilizar material alemán barato. ¡No llegará a Fayal esta noche! A propósito, ¿le gustaría echar un vistazo al cuarto de máquinas? He estado esperando ávidamente esta invitación y sigo al capitán Hodgson, agachándome para evitar los tanques. Sabemos que el gas de Fleury carece de presión, como se demostró en el famoso proceso internacional de 1989, pero su enorme fuerza expansiva exige unos tanques muy amplios. Incluso en esta atmósfera tan tenue, los estabilizadores funcionan sin interrupción, eliminando una tercera parte de su presión normal, y el «162» tiene que ser revisado periódicamente para que nuestro vuelo no se convierta en una ascensión a las estrellas. El capitán Purnall prefiere una nave sobrecargada a una nave con poco peso. Pero resulta difícil encontrar dos capitanes que compartan las mismas ideas en lo que respecta al buen gobierno de un buque.
—Cuando yo ocupe el puente —dice el capitán Hodgson—, tendrá usted ocasión de ver cómo se gobierna una de estas naves... A propósito, eche una ojeada a los soportes. Aquí no encontrará material alemán. Son unas verdaderas joyas. Nuestros soportes son piedras C.M.C. (Commercial Minerals Company), talladas con tanta precisión como los lentes de un telescopio. Cuestan 37 libras cada una. Hasta ahora no hemos llegado al término de su vida. Las nuestras proceden del «N.° 97», que las tomó del viejo Dominion of Light, el cual las había tomado a su vez del aeroplano Perseus, en los años en que los hombres volaban todavía en cometas de madera montadas sobre motores de gasolina.
Las piedras C.M.C. son un vivo reproche de los métodos de fabricación alemanes, con su peligrosa insistencia en lanzar al mercado aleaciones de aluminio que enriquecen a los cazadores de dividendos y vuelven locos a los navegantes.
Súbitamente, se oye el estridente sonido de un timbre. Los mecánicos se precipitan hacia las válvulas de las turbinas. Entran en funciones los frenos y ciamos, expresados en el lenguaje de la Plataforma de Control.
—Algo hay que no marcha a gusto de Tim —dice el capitán Hodgson—. Vamos a echar una mirada.
El capitán Purnall no es el hombre suave que hemos dejado una hora antes, sino la encarnación de la autoridad de la G.P.O. Delante de nosotros flota un anticuado cacharro, con tanto derecho al espacio de los 5.000 pies como una carrera de bueyes en una carretera moderna. Nuestro faro de señales lo barre, como barre la linterna de un agente de la autoridad una zona sospechosa. Y en la anticuada torreta aparece, como un ratero, un navegante en mangas de camisa. El capitán Purnall abre el coloide para hablar con él de hombre a hombre. A veces la Ciencia no resulta satisfactoria.
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —grita, cuando las dos naves casi se tocan—. ¿No sabe que éste es un camino reservado a los vuelos postales? Y se tiene usted por marino, ¿eh? No sirve ni para venderles globos a los esquimales... ¡Déme su nombre y su número! Yo haré...
—No es el primer accidente que sufro —le interrumpe el hombre, con voz ronca—. Y me tiene sin cuidado lo que usted pueda hacer, Postillón.
—¿De veras? Yo haré que le importe. Le denunciaré por obstrucción. Y el seguro no le abonará ni un penique. ¿Comprende eso?
Entonces el desconocido aúlla: —Mire mis propulsores! ¡Alguien nos ha embestido por debajo y nos ha hecho polvo! Mi piloto tiene un brazo roto; mi mecánico sufrió una herida en la cabeza; mi rayo se apagó cuando se averiaron los motores; y... ¡Por el amor de Dios, deme mi altura, capitán! Creo que estamos cayendo.
—Seis mil ochocientos.
—Con un poco de suerte llegaremos a San Juan. Estamos tratando de obturar el tanque delantero, pero no deja de perder gas —explica el desconocido.
—Se está hundiendo como un tronco —dice el capitán Purnall en voz baja—. Llame al Banks Mark Boat, George.
Nuestro altímetro indica que, en el tiempo que llevamos junto a la otra nave, hemos descendido quinientos pies. El capitán Purnall pulsa un interruptor y nuestro faro de señales empieza a oscilar a través de la oscuridad, proyectando haces de luz al infinito.
—Eso llamará la atención de alguien —dice, mientras el capitán Hodgson observa el Comunicador General. Ha llamado al North Banks Mark Boat, que se encuentra a un centenar de millas al oeste, y está informando del caso.
—Me quedaré junto a usted —le grita el capitán Purnall a la solitaria figura de la torreta.
—¿Tan serio es el caso? —inquiere el otro—. Mi nave no está asegurada. Es mía.
—Debí sospecharlo —murmura Hodgson—. El riesgo del propietario es el peor riesgo de todos.
—¿No puedo llegar a San Juan... ni siquiera con esta brisa? —se lamenta la voz.
—Prepárese a abandonar la nave. ¿No tiene algo que pueda contrarrestar la gravedad, delante o detrás?
—Sólo los tanques del centro, y no están demasiado tensos. Verá, mi rayo se apagó, y..
El hombre tose, a causa del gas que se escapa.
— ¡Pobre diablo! —La exclamación no llega a oídos de nuestro amigo—. ¿Qué dice el Mark Boat, George?
—Quiere saber si hay algún peligro para el tránsito. Dice que el tiempo no es favorable allí, que no puede salir de la estación. He efectuado una Llamada General, de modo que incluso en el caso de que no vean nuestro faro de señales, acuda alguien a ayudarnos. ¿Soltamos nuestras eslingas? ¡Atención! ¡Estamos aquí! ¡Un buque de línea de la Planet!
—Dígales que preparen sus eslingas —grita el capitán Purnall—. Tenemos que darnos prisa... Ate a su piloto —le grita ahora al hombre de la torreta.
—Mi piloto está bien. Se trata de mi mecánico. Se ha vuelto loco.
—Tranquilícele con una llave inglesa. Dese prisa.
—Pero, si usted se queda a mi lado, puedo llegar a San Juan...
—Llegará al profundo y húmedo Atlántico dentro de veinte minutos. Se encuentra a menos de cinco mil ochocientos pies de altura... Recoja su documentación.
Un buque de línea de la Planet se acerca a nosotros por el este, traza una soberbia espiral y se detiene junto al «162». Su escotilla inferior está abierta y sus eslingas cuelgan de ella como tentáculos. Apagamos nuestro faro de señales, mientras el recién llegado se sitúa sobre la torreta de la nave averiada. Aparece el piloto, con el brazo en cabestrillo, seguido de un hombre con la cabeza vendada, gritando que tiene que ir a reparar su rayo. El piloto le asegura que encontrarán un rayo nuevo en el cuarto de máquinas del buque de línea. La cabeza vendada continúa agitándose, muy excitada. Siguen un joven y una mujer. El buque de línea oscila encima de nosotros, y vemos los rostros de los pasajeros pegados al coloide de las ventanillas.
—Ahí va una guapa muchacha —dice el capitán Purnall—. ¿Qué diablos estará esperando ese imbécil?
Aparece el propietario de la nave averiada, suplicándonos que nos mantengamos junto a él hasta que llegue a San Juan. Desciende de la torreta y regresa con el gatito de la nave.
El buque de línea iza sus eslingas; su escotilla inferior se cierra y el buque reinicia la marcha. El altímetro señala ahora menos de 3.000 pies.
El Mark Boat nos indica que debemos ayudar a la nave abandonada, cuando cae ya debajo de nosotros en largos zigzags.
—Mantenga nuestro faro sobre ella y envíe un Aviso General —dice el capitán Purnall, siguiendo a la nave en su caída.
No es necesario. No hay un buque de línea en el aire que no conozca el significado de aquel rayo de luz vertical.
—Se hundirá en el agua, ¿verdad? —pregunto.
—No siempre se hunden —dice el capitán Purnall—. A veces flotan durante semanas enteras. Despídase de ella y piense en lo que nos espera.
—Mala suerte la suya —sentencia el capitán Hodgson.
Rudyard Kipling nació el 30 de diciembre de 1865 en Bombay (India). Cuando tan sólo tenía 6 años, fue enviado a estudiar a Inglaterra. Permaneció cinco años en un hogar social de Southsea, experiencia que describe en su relato "La oveja negra". En el año 1882 regresó a la India, momento en que comenzó a trabajar para la Civil and Military Gazette de Lahore hasta 1889, en calidad de editor y escritor de relatos. Algún tiempo después publicó Cancioncillas del departamento (1886), una serie de versos satíricos sobre la vida civil y militar en los cuarteles de la India colonial, además de una colección de sus relatos escritos para la prensa recopilados en Cuentos de las colinas (1887). Su fama literaria se la debe a seis historias sobre la vida de los ingleses en la India, publicadas entre 1888 y 1889. Entre sus novelas o relatos largos más populares figuran La luz que se apaga (1891), El Libro de la Selva (1894), El Segundo Libro de la Selva (1895), Capitanes intrépidos (1897), Stalky & Cía. (1899), basada en sus experiencias infantiles en el United Services College, y Kim de la India (1901), un relato picaresco de la vida en la India. Viajó por Asia y Estados Unidos, donde se casó en 1892 con Caroline Balestier y vivió durante un breve periodo en Vermont. En 1903, se estableció en Inglaterra. En 1907 le concedieron el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en el primer autor inglés merecedor de este galardón. Fue iniciado en masonería a los veinte años en Lahore, dedicó su vida y sus escritos a profundizar en la condición de Hombre, y su devenir existencial. Falleció el 18 de enero de 1936 en Londres.
3 comentarios:
AYYYY...¡¡¡¡¡ que tiempos aquellos donde uno podría ir de la India a Lodón a educar la mente.
Quien no ha leido el libro de la selva gracias a la television y W.Disney.
Sabes algo del tétrico Disney....indaga,un español...,un espía...
Tienes razón.
Publicar un comentario