domingo, 23 de noviembre de 2008

La descomposición de la Universidad española

José Luis Pardo


El “Proceso de Bolonia” pretende facilitar la incorporación de los licenciados a la sociedad. En realidad, esconde tras sus promesas un zarpazo que puede ser mortal para las estructuras de la enseñanza pública



Como sucede a menudo en política, la manera más segura de acallar toda resistencia contra un proceso regresivo y empobrecedor es exhibirlo ante la opinión pública de acuerdo con la demagógica estrategia que consiste en decirle a la gente, a propósito de tal proceso, exclusivamente lo que le agradará escuchar.



Así, en el caso que nos ocupa, las autoridades encargadas de gestionar la reforma de las universidades que se está culminando en nuestro país _sea cual sea su lugar en el espectro político parlamentario— han presentado sistemáticamente este asunto como una saludable evolución al final de la cual se habrá conseguido que la práctica totalidad de los titulados superiores encuentren un empleo calificado al acabar sus estudios, que los estudiantes puedan moverse libremente de una universidad europea a otra, y que los diplomas expedidos por estas instituciones tengan la misma validez en todo el territorio de la Unión.



Una vez establecido propagandísticamente que el llamado “Proceso de Bolonia” consiste en esto y solamente en esto, nada resulta más sencillo que estigmatizar a quienes tenemos reservas críticas contra ese proceso, como una caterva de locos irresponsables que, ya sea por defender anacrónicos privilegios corporativistas o por pertenecer a las huestes antisistema del Doctor Maligno, quieren que siga aumentando el paro entre los licenciados y rechazan la homologación de títulos y las becas en el extranjero, por pura perfidia burocrática.



Vaya, pues, por adelantado que el autor de estas líneas también encuentra deseables esos objetivos así proclamados, y que si se tratase de ellos nada tendría que oponer a la presente transformación de los estudios superiores.



Sin embargo, lo que las autoridades políticas no dicen —y, seguramente, tampoco la opinión pública se muere por saberlo— es que bajo ese nombre pomposo se desarrolla en España una operación a la vez más simple y más compleja de reconversión cultural destinada a reducir drásticamente el tamaño de las universidades —y ello no por razones científicas, lo que acaso estuviera plenamente justificado, sino únicamente por motivos contables— y a someter enteramente su régimen de funcionamiento a las necesidades del mercado y a las exigencias de las empresas, futuras empleadoras de sus titulados; una operación que, por lo demás, se encuadra en el contexto generalizado de descomposición de las instituciones características del Estado social de derecho y que concuerda con otros ejemplos financieramente sangrantes, de subordinación de las arcas públicas al beneficio privado, a que estamos asistiendo últimamente.



Habrá muchos para quienes estas tres cosas (la disminución del espacio universitario, la desaparición de la autonomía académica frente al mercado, y la liquidación del Estado social) resulten harto convenientes, pero es preferible llamar a las cosas por su nombre y no presentar como una “revolución pedagógica” o un radical y beneficioso “cambio de paradigma” lo que sólo es un ajuste duro y un zarpazo mortal para las estructuras de la enseñanza pública, así como tomar plena conciencia de las consecuencias que implican las decisiones que en este sentido se están tomando.



De estas consecuencias querría destacar al menos las tres que siguen.


1. La “sociedad del conocimiento”. Este sintagma, casi convertido en una marca publicitaria que designa el puerto en el que han de desembarcar las actuales reformas, esconde en su interior, por una parte, la sustitución de los contenidos cognoscitivos por sus contenedores, ya que se confunde —en un ejercicio de papanatismo simpar— la instalación de dispositivos tecnológicos de informática aplicada en todas las instituciones educativas, con el progreso mismo de la Ciencia, como si los computadores generasen espontáneamente sabiduría y no fuesen perfectamente compatibles con la estupidez, la falsedad y la mendacidad; y, por otra parte, el “conocimiento” así invocado, que ha perdido todo apellido que pudiera calificarlo o concretarlo —como lo perdieron en su día las artes, oficios y profesiones para convertirse en lo que Marx llamaba “una gelatina de trabajo humano totalmente indiferenciado”, calculable en dinero por unidad de tiempo—, es el dramático resultado de la destrucción de las articulaciones teóricas y doctrinales de la investigación científica para convertirlas en habilidades y destrezas cotizables en el mercado empresarial.



La reciente adscripción de las universidades al Ministerio de las Empresas Tecnológicas no anuncia únicamente la sustitución de la lógica del saber científico por la del beneficio empresarial en la distribución de conocimientos, sino la renuncia de los poderes públicos a dar prioridad a una enseñanza de calidad capaz de contrarrestar las consecuencias políticas de las desigualdades socioeconómicas.



2. El nuevo mercado del saber. Cuando los defensores de la “sociedad del conocimiento” (con Anthony Giddens a la cabeza) afirman que el mercado laboral del futuro requerirá una mayoría de trabajadores con educación superior, no están refiriéndose a un aumento de calificación científica sino más bien a lo contrario, a la necesidad de rebajar la calificación de la enseñanza superior para adaptarla a las cambiantes necesidades mercantiles; que se exija la descomposición de los saberes científicos que antes configuraban la enseñanza superior, y su reducción a las competencias requeridas en cada caso por el mercado de trabajo, y que, además, se destine a los individuos a proseguir esta “educación superior” a lo largo de toda su vida laboral es algo ya de por sí suficientemente expresivo: solamente una mano de obra (o de “conocimiento”) completamente descalificada necesita una permanente recalificación, y sólo ella es apta —es decir, lo suficientemente inepta— para recibirla.



Acaso por ello la nueva enseñanza universitaria empieza ya a denominarse “educación postsecundaria”, es decir, una continuación indefinida de la enseñanza media (cosa especialmente preocupante en este país, donde la reforma universitaria está siguiendo los mismos principios pseudopedagógicos que han hecho de la educación secundaria el conocido desastre en que hoy está convertida); como confiesa el propio Giddens, la enseñanza superior va perdiendo, como profesión, el atractivo que en otro tiempo tuvo para algunos jóvenes de su generación, frente a otros empleos en la industria o la banca; y lo va perdiendo en la medida en que el profesorado universitario se va convirtiendo en un subsector de la “producción de conocimientos” para la industria y la banca.



3. El ocaso de los estudios superiores. No es de extrañar, por ello, que el “proceso” —de un modo genuinamente autóctono que ya no puede escudarse en instancias “europeas”— culmine en el atentado contra la profesión de profesor de bachillerato que denunciaba el pasado 3 de noviembre el Manifiesto publicado en este mismo periódico: reconociendo implícitamente el fracaso, antes incluso de su implantación, la administración educativa admite que los nuevos títulos no capacitan a los egresados para la docencia, salida profesional casi exclusiva de los estudiantes de humanidades; pero, en lugar de complementarlos mediante unos conocimientos avanzados que paliarían el déficit de los contenidos científicos recortados, sustituye éstos por un curso de orientación psicopedagógica que condena a los profesores y alumnos de secundaria a la indigencia intelectual, y supone la desaparición a medio plazo de los estudios universitarios superiores en humanidades, ya que quienes necesitarían cursarlos se verán empujados por la necesidad a renunciar a ellos a favor del cursillo pedagógico.



Todos los que trabajamos en ella sabemos que la universidad española necesita urgentemente una reforma que ataje sus muchos males, pero no es eso lo que ahora estamos haciendo, entre otras cosas porque nadie se ha molestado en hacer de ellos un verdadero diagnóstico. Lo único que por ahora estamos haciendo, bajo una vaga e incontrastable promesa de competitividad futura, es destruir, abaratar y desmontar lo que había, e introducir en la universidad el mismo malestar y desánimo que reinan en los institutos de secundaria, y ello sin ninguna idea rectora de cuál pueda ser el modelo al que nos estamos desplazando, porque seguramente no hay tal cosa, a menos que la pobreza cultural y la degradación del conocimiento en mercancía sean para alguien un modelo a imitar.


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José Luis Pardo es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

EP

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