domingo, 30 de noviembre de 2008

Nuestra buena tierra

Escrito por: Charles C. Mann

El futuro está en la tierra que yace a nuestros pies. ¿Podemos salvarla?


El arroz, alimento básico para la mitad de la humanidad, ha crecido durante siglos en lotes como este en la provincia de Yunnan, en China.
Dentro de las paredes del arrozal hay barreras que contienen el agua y evitan la sequedad y la erosión. la protección y mejoramiento de los suelos se vuelve crucial conforme crece la necesidad de alimentos en el mundo.
Foto de Jim Richardson

Un cálido día en septiembre, los granjeros de todo el estado se reúnen alrededor de las gigantescas máquinas. En la exposición del año pasado, John Deere dejaba que los visitantes probaran su tractor 8530, una maravilla electromecánica tan sofisticada que yo no tenía idea de cómo funcionaba. Pero no había por qué preocuparse: el tractor se manejaba solo, navegaba por satélite. Me senté feliz en la cabina con aire acondicionado mientras bajo mis pies los enormes neumáticos surcaban la tierra.

Los granjeros sonríen cuando ven las máquinas cruzar los campos de maíz. A la larga, sin embargo, tal vez esta tecnología esté destruyendo su medio de vida. Los suelos del Medio Oeste de Estados Unidos, de las mejores tierras de cultivo en el mundo, están compuestos por terrones sueltos, heterogéneos y con muchas bolsas de aire que lo hacen poroso. Las máquinas grandes y pesadas como las cosechadoras comprimen el suelo mojado y lo convierten en una masa indiferenciada, o más bien en un bloque impenetrable, un proceso conocido como compactación. Las raíces no pueden así penetrar el suelo, y el agua, al no poder drenar, corre por la superficie causando erosión. Y como la compactación también ocurre a grandes profundidades del suelo, puede tomar décadas revertir sus efectos. Las empresas que fabrican equipo para granjas, conscientes del problema, colocaron grandes neumáticos en sus vehículos para distribuir un poco el impacto. Y los granjeros están utilizando la navegación vía satélite para limitar el uso de los vehículos a ciertas rutas y dejar el resto del suelo intacto. A pesar de todo, este tipo de compactación sigue siendo un asunto serio, al menos en las naciones donde los granjeros pueden comprar cosechadoras de 400 000 dólares.

Desafortunadamente, este fenómeno es sólo una pieza relativamente pequeña del mosaico de problemas interrelacionados que afectan los suelos en todo el planeta. En los países en desarrollo, la tierra labrable se está perdiendo por la erosión y la desertificación inducidas por el hombre, lo cual afecta de forma directa la vida de 250 millones de personas. En el primer estudio sobre el mal uso del suelo en la tierra, los científicos de International Soil Reference and Information Centre (ISRIC) en Holanda, estimaron que, en 1991, la humanidad había degradado casi 20 millones de kilómetros cuadrados de tierras. Nuestra especie, en otras palabras, rápidamente estaba echando a perder un área del tamaño de Estados Unidos y Canadá juntos.

Este año, la escasez de alimentos, causada en parte por la disminución en calidad y cantidad de las tierras del planeta (véase Haití: Tierra pobre), ha causado disturbios en Asia, África y América Latina. Para 2030, 8300 millones de personas vivirán en el planeta. Para alimentarlos, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) calcula que se deberá incrementar la producción de grano en 30%. Cualquiera que esté familiarizado con las torpezas humanas podrá apreciar que, a pesar de que aumenta lo que exigimos de los suelos, los estamos destruyendo más rápido que nunca. “En pocas palabras, nos estamos quedando sin tierra”, advierte David R. Montgomery, geólogo de la Universidad de Washington en Seattle.

Hay temas cuya aridez ahuyenta a cualquiera. La degradación de los suelos es uno de ellos. Sin embargo, lo que está en juego, y las oportunidades que representa, son de inmensa importancia, dice Rattan Lal, especialista prominente de la Universidad Estatal de Ohio. Los investigadores y agricultores del mundo han encontrado que incluso los suelos devastados pueden regenerarse. La ventaja, según Lal, es que esto nos brinda la oportunidad no sólo de combatir el hambre sino también de afrontar problemas como la escasez de agua e incluso el calentamiento global. De hecho, algunos investigadores creen que el calentamiento global se podría reducir en forma significativa si se utilizaran las vastas fuentes de carbono para regenerar los suelos empobrecidos del planeta. “La estabilidad política, la calidad ambiental, el hambre y la pobreza tienen las mismas raíces –afirma Lal–. A la larga, la solución de cada uno de estos problemas es restaurar el recurso más básico de todos, el suelo”.

Cuando conocí a Zhang Liubao en su poblado en el centro de China el otoño pasado, usaba su pala para golpear las terrazas erosionadas de su granja. Llevaba 40 años haciendo esto después de cada lluvia. En los años sesenta Zhang fue enviado al poblado de Dazhai, a 320 km al este, para aprender el Método Dazhai, un sistema de agricultura que los líderes de China creían iba a transformar la nación.

Dazhai se encuentra en una anomalía geológica conocida como la Meseta Loess. El viento sopla hacia el oeste desde hace millones de años atravesando desiertos y llevando tierra y arena al centro de ese país. Después de milenios de polvo, la región se ha cubierto de grandes cantidades de limo, conocido como loess por los geólogos, que en ocasiones alcanza una profundidad de varios centenares de metros. La Meseta Loess de China es aproximadamente del tamaño de Francia, Bélgica y Holanda juntas. Durante siglos, las pilas de limo se han ido depositando en el Río Amarillo, un proceso natural que se ha exacerbado gracias al Método Dazhai y se ha convertido probablemente en el problema de erosión de suelo más grave de la Tierra.

Después de las inundaciones que arrasaron con Dazhai en 1963, el secretario del Partido Comunista del pueblo rechazó la ayuda del Estado y prometió crear un pueblo nuevo y más productivo. Las cosechas se incrementaron y no tardaron en llegar los observadores desde Pekín para aprender a reproducir los métodos de Dazhai. Lo que vieron fue a los campesinos con sus palas haciendo terrazas en las colinas de loess de arriba hacia abajo, mientras dedicaban sus descansos a leer el pequeño libro rojo de proverbios revolucionarios de Mao Zedong. Deleitado por su fervor, Mao envió a miles de representantes de otros poblados a este lugar, entre ellos, a Zhang. La atmósfera era como de una secta, había gente que caminaba dos semanas sólo para ver los callos en las manos de los trabajadores de Dazhai. Principalmente, Zhang aprendió ahí que China lo necesitaba para producir grano de todo pedazo de tierra posible. Los eslóganes, siempre presentes en la China maoísta, explicaban cómo hacerlo: ¡Mueve colinas, llena surcos y crea planicies! ¡Destruye bosques, abre páramos! ¡En la agricultura, aprende de Dazhai!

Zhang Liubao regresó a su poblado en Zuitou lleno de inspiración. La región estaba tan empobrecida que la mayoría de las personas sólo comían bien quizá dos veces al año. Bajo las instrucciones de Zhang, los vecinos salieron del pueblo, cortaron los árboles de las colinas, hicieron terrazas y plantaron mijo en todas las nuevas superficies planas que crearon. A pesar del hambre constante, la gente trabajó todo el día y después prendió lámparas para trabajar de noche. Finalmente, dijo Zhang, aumentaron la superficie cultivable aproximadamente una quinta parte, mucho para un lugar pobre.

Sin embargo, la práctica se convirtió en realidad en un círculo vicioso, según Vaclav Smil, geógrafo de la Universidad de Manitoba, quien ha estudiado durante mucho tiempo el medio ambiente en China. Las terrazas de Zuitou, hechas de limo comprimido, siempre se estaban deshaciendo. Incluso si no se erosionaban, las lluvias se llevaban los nutrientes y materia orgánica de los suelos. Después de su incremento inicial, las cosechas comenzaron a disminuir. Para mantener los resultados, los agricultores despejaban nuevas tierras para hacer más terrazas, que a su vez se iban erosionando.

Las consecuencias fueron muy graves. La disminución de las cosechas en terrenos cada vez más empobrecidos provocó la migración de muchos granjeros. En parte por esto, Zuitou perdió la mitad de su población. “Seguramente es uno de los mayores desperdicios de labor humana en la historia –señala Smil–. Decenas de millones de personas fueron forzadas a trabajar noche y día en un proyecto que hasta un niño podría haber previsto era una terrible insensatez”.

En respuesta, la República Popular inició los planes para terminar con la deforestación. En 1981, Pekín ordenó que todo ciudadano capaz de más de 11 años debía “plantar entre tres y cinco árboles por año” donde fuera posible. Pekín también inició lo que quizá sea el mayor programa ecológico del mundo, el proyecto de los Tres Nortes: una banda de 4500 kilómetros de árboles a lo largo del norte, noreste y noroeste de China, incluyendo la frontera de la Meseta Loess. Se espera completa para 2050. Esta muralla verde de China podrá, en teoría, aminorar los vientos que causan la desertificación y las tormentas de polvo.

Pese a su ambicioso proyecto, estos esfuerzos no enfrentan directamente la degradación de los suelos que fue el legado de Dazhai. Confrontar esto directamente fue difícil, debía hacerse de manera diplomática sin admitir los errores de Mao (cuando les pregunté a los funcionarios y científicos locales si el “Gran Timonel” se había equivocado, cambiaron de tema). En la última década, Pekín empezó a trazar un nuevo camino, reemplazar el Método Dazhai con lo que se podría llamar el Método Gaoxigou.

Gaoxigou está al oeste de Dazhai, del otro lado del Río Amarillo. Sus 522 habitantes viven en yaodongs, cuevas que se construyeron como nidos de pájaros en los escarpados terrenos alrededor del pueblo. A partir de 1953, los granjeros salieron de Gaoxigou y, con heroicos esfuerzos, hicieron terrazas no sólo en las colinas, sino en montañas enteras. Las rebanaron, una tras otra, en forma de pasteles de boda de cientos de pisos decorados con sembradíos de mijo, sorgo y maíz. En un patrón que ya resultaba demasiado familiar, el rendimiento de la tierra subió hasta que el sol y la lluvia convirtieron esos suelos en terrazas áridas. Para atrapar el loess que se erosionaba, el pueblo construyó presas de barro a lo largo de las barrancas, con la intención de crear nuevos campos conforme se llenaban de limo. Pero con la falta de vegetación para detener el paso del agua, “cada temporada de lluvias las presas se rompían”, recuerda Fu Mingxing, líder regional de educación. A la larga, los pobladores se dieron cuenta de que “tenían que proteger el ecosistema, esto es, los suelos.”

Hoy en día, muchas de las terrazas que el pueblo de Gaoxigou labró arduamente en el loess están regresando a la naturaleza. En lo que los locales llaman un sistema “tres-tres”, los agricultores plantaron un tercio de sus tierras –las pendientes más pronunciadas y con mayores posibilidades de erosión– con pasto y árboles, barreras naturales contra este proceso. Cubrieron otro tercio de la tierra con huertos. El último tercio, principalmente los terrenos en el fondo de las barrancas que fueron enriquecidos por la previa erosión, se cultivaron con intensidad.

En 1999, Pekín anunció la aplicación del Método Gaoxigou en toda la Meseta Loess. El programa de los terrenos pendientes –o “grano por verde”– orienta a los agricultores para convertir sus tierras con mayores pendientes en terrenos con pastos, huertos o bosques, y se les compensa con una entrega anual de grano y un pequeño pago en efectivo hasta por ocho años. Para 2010, el programa podría cubrir más de 210 000 kilómetros cuadrados, la mayoría en la Meseta Loess.

Pero los macro proyectos proclamados en la capital no son fáciles de traducir en lugares como Zuitou. Los funcionarios de las provincias, condados y pueblos son recompensados si cubren lo previsto en el plan, independientemente del tipo de árbol que elijan o si este es adecuado a las condiciones locales (o si atendieron las recomendaciones de los científicos de que los árboles no son adecuados para esas tierras). El resultado, totalmente predecible, lo pude ver en los caminos secundarios a dos horas al norte de Gaoxigou: campos de árboles muertos, plantados en pequeñas fosas con forma de escamas de pescado, formados a lo largo de la carretera por kilómetros. “Todos los años plantamos árboles –lamentan los granjeros–, pero no sobreviven”.

Algunos granjeros de la Meseta Loess se quejan de que los almendros que les pidieron plantar ahora superan la demanda. Otros no estuvieron conformes cuando los funcionarios locales se apropiaron del plan de Pekín pero no pagaron los subsidios a los agricultores. Algunos no saben por qué se les está pidiendo que dejen de cultivar mijo, o incluso qué es lo que significa el término “erosión”. A pesar de todos los mandatos de Pekín, muchos o tal vez la mayoría de los granjeros continúan plantando en las pendientes.

En algún momento de los años setenta, “Sahel” se convirtió en sinónimo de hambruna, pobreza y desperdicio ambiental. Técnicamente, el nombre se refiere a la zona semiárida entre el desierto del Sahara y los trópicos húmedos de África central. Hasta los cincuenta, el Sahel estaba poco habitado. Pero cuando empezó a aumentar la población, la zona se cultivó cada vez con mayor intensidad. Los problemas no se evidenciaron de inmediato debido a un periodo inusual de muchas lluvias. Pero después vino la sequía. Los peores efectos llegaron en dos oleadas, una a principios de los setenta y la segunda, más severa, a principios de los ochenta, extendiéndose desde Mauritania, en el Atlántico, hasta Chad, en medio del continente. Muchos más de 100 000 hombres, mujeres y niños murieron por esta hambruna.

“Si las personas tenían los medios para irse, se fueron –dice Mathieu Ouédraogo, especialista en desarrollo en Burkina Faso, una nación del centro de África en el corazón del Sahel–. Quienes se quedaron no tenían nada, no tenían lo suficiente para irse”.

Los científicos siguen debatiendo por qué el Sahel se transformó de una sabana en tierras baldías. Las causas podrían ser cambios en la temperatura superficial del mar, contaminación del aire que hace que las nubes se formen de manera inoportuna, remoción de la vegetación superficial por parte de los agricultores quienes se trasladaron a la periferia del desierto y, por supuesto, el calentamiento global. Independientemente de la causa, las consecuencias son obvias: los suelos son víctimas de días calurosos y vientos fuertes que los convierten en una masa dura como piedra donde las raíces de las plantas y las lluvias no pueden penetrar. Un granjero del Sahel me invitó a intentar abrir la tierra de su campo de mijo con un pico. Fue como tratar de taladrar una placa de asfalto.

Cuando la sequía llegó, los grupos de ayuda internacional llegaron a Sahel en grandes cantidades. Muchos están ahora. La mitad de los señalamientos en Niamey, capital del vecino país de Níger, parecen anunciar un nuevo programa de las Naciones Unidas, de un gobierno occidental o de alguna institución caritativa privada. Entre las mayores está el proyecto Keita, establecido hace 24 años por el gobierno italiano en las zonas montañosas del centro de Níger. La meta: lograr que 4 860 kilómetros cuadrados de tierras áridas y estériles, donde ahora viven 230 000 personas, se conviertan en una zona con salud ecológica, económica y social. Los agrónomos e ingenieros italianos construyeron 312 kilómetros de carreteras a través de las pendientes, cavaron 684 pozos en terrenos pedregosos, construyeron 52 escuelas y plantaron más de 18 millones de árboles. Con bulldozers y tractores, los trabajadores hicieron 41 presas en las colinas para retener las aguas de las lluvias de verano. Para plantar los árboles, un italiano de nombre Venanzio Vallerani diseñó y construyó dos enormes arados; “monstruosos” fue la palabra que utilizó Amadou Haya, ambientalista que trabaja en el proyecto, para describirlos. Los trabajadores llevaron sus máquinas a las colinas sin vegetación y se pusieron a trabajar. Cruzaron las planicies durante meses e hicieron hasta 1500 agujeros por hora.

Una mañana, Haya nos llevó a la presa de almacenamiento de agua de lluvia a las afueras de Koutki, a unos 20 minutos por un camino de tierra de las oficinas centrales de Keita. El agua, que se extendía como un oasis a lo largo de varias hectáreas, estaba totalmente tranquila; las aves hacían ruido. Las mujeres, con sus brillantes ropas flotando en el agua, entraban para llenar contenedores de plástico. Hace 25 años, Koutki era parte de la tragedia de Sahel. La mayoría de sus animales habían muerto. No había nada verde a la vista. No se escuchaba el canto de las aves. Las personas sobrevivían con bocados de arroz proporcionados por las instituciones de caridad extranjeras. En el camino a Koutki nos encontramos con un ex soldado que había ayudado a distribuir la ayuda. Su cara se demacró al hablar de los niños que había visto morir de hambre. Hoy hay barricadas de árboles para detener los vientos, terrazas bajas para plantar árboles y filas de rocas para detener la lluvia que erosiona la superficie. El terreno alrededor de la presa sigue siendo pobre y seco, pero ya se puede imaginar a la gente sacándole provecho.

Con un presupuesto de más de 100 millones de dólares, el proyecto Keita es caro –el ingreso per cápita de Níger, bajo incluso para el Sahel, es de menos de 800 dólares al año–. Los promotores de Keita sostienen que cuesta dos terceras partes de lo que cuesta un jet de combate F-22. Pero el Sahel es vasto. Tan sólo en Níger tiene un ancho de 1 500 kilómetros. Recuperar una parte de esta superficie requiere de enormes sumas de dinero si se utilizaran los métodos de Keita. En consecuencia, los críticos afirman que los esfuerzos de restauración de suelos en zonas secas prácticamente no tienen caso, que es mejor ir a terrenos más prometedores.

En eso están equivocados, insiste Chris Reij, geógrafo de la Universidad Libre de Amsterdam (VU). Su trabajo con los colegas del Sahel durante más de 30 años le ha hecho creer que los granjeros han vencido al desierto en zonas vastas. “Es una de las historias de éxito ecológico más grandes de África –comenta–, un modelo a seguir para el resto del mundo”. Pero casi nadie ha prestado atención: si los suelos son temas soporíferos, los de África lo son al cuadrado.

En Burkina, Mathieu Ouédraogo estuvo desde el principio. Reunió a los granjeros de la zona y ya en 1981 experimentaban con técnicas para restaurar los suelos, algunas de ellas tradiciones que Ouédraogo había escuchado en la escuela. Una de ellas eran los cordons pierreux: líneas largas de rocas, cada una quizá del tamaño de un puño. Las aguas de lluvia pasan de manera más lenta por este cordón y se alcanzan a filtrar. El limo suspendido entonces se hunde junto con las semillas, que crecen en este ambiente ligeramente más fértil. La línea de piedras se convierte en una línea de plantas que frena más el agua. Crecen más semillas en el extremo de corriente arriba. Los pastos se reemplazan por arbustos y árboles, que enriquecen el suelo con las hojas que caen. En unos años, una sencilla línea de rocas puede restaurar toda una llanura.

Durante un tiempo, Ouédraogo trabajó con un granjero de nombre Yacouba Sawadogo. Innovador y de mente independiente, quiso quedarse en su granja con sus tres esposas y sus 31 hijos. Sawadogo también puso cordons pierreux en los campos. Pero durante la temporada de secas también hizo miles de agujeros de 20 centímetros de profundidad, llamados zaï, en los campos, una técnica que aprendió de sus padres. Sawadogo colocaba estiércol en cada agujero, lo cual atraía a las termitas. Las termitas digerían la materia orgánica, que provocaba que los nutrientes fueran más accesibles a las plantas. De igual importancia fueron los canales hechos por los insectos en el suelo. Cuando llegaron las lluvias, el agua pasó por los túneles de las termitas y penetró en el suelo. En cada agujero Sawadogo plantó árboles. “Sin árboles no hay suelo”, dice. Los árboles florecieron en la tierra más floja y húmeda de cada zaï. Piedra por piedra, agujero por agujero, Sawadogo convirtió 20 acres de terreno estéril en el mayor bosque privado en cientos de kilómetros a la redonda.

Con el uso de los zaï, dice Sawadogo, se convirtió “prácticamente en el único granjero de aquí a Malí que tenía mijo”. Sus vecinos, obviamente, se dieron cuenta. Sawadogo formó una asociación de zaï, que promueve la técnica en una exposición anual en su granja familiar. Cientos de granjeros han venido a verlo cavar zaï con su azadón. Mientras más personas trabajaban en el suelo, más fértil se volvía. Una mayor cantidad de lluvia también ayudó en parte a este crecimiento (aunque nunca se alcanzaron los niveles de la década de los cincuenta). Pero en su mayor parte, todo se debió a los millones de hombres y mujeres que trabajaron intensamente.

En el vecino Níger hay un éxito aún mayor, dice Mahamane Larwanou, un reforestador de la Universidad Abdou Moumouni Dioffo, en Niamey. Casi sin apoyo o dirección de los gobiernos o instituciones de ayuda, los agricultores locales han utilizado picos y palas para regenerar unos cinco millones de hectáreas de terreno.

La economía, tanto como la ecología, ha sido la clave del éxito de Níger, dice Larwanou. En los noventa, el gobierno nigerino, que distribuyó la tierra de una manera ortodoxa y totalitaria, permitió que los pobladores tuvieran mayor control en sus parcelas. Las personas creyeron que podrían invertir en sus terrenos con poco riesgo de que se los expropiaran arbitrariamente. Esto, en combinación con las técnicas como el zaï y los cordons pierreux, ha hecho que la reforma agraria ayude a los pobladores a ser menos vulnerables ante las fluctuaciones del clima. Incluso si hubiera una sequía severa, dice Larwanou, los nigerinos “no sentirían el impacto como en 1973 o 1984.”

Burkina Faso no se ha recuperado tanto como Níger. La historia de Sawadogo sugiere una razón. Mientras que los pobladores de Níger han retomado el control de sus tierras, los de Burkina todavía la arriendan, con frecuencia gratis, de terratenientes que tienen el derecho de terminar el contrato en cualquier momento. Para proporcionar ingresos a las ciudades de Burkina, el gobierno central les permite anexar y después vender la tierra de sus periferias, sin compensar de manera justa a quienes ya vivían ahí. El pueblo de Sawadogo está a cinco kilómetros de Ouahigouya, una ciudad de 64 000 habitantes. Entre las propiedades más ricas de las nuevas tierras anexadas de Ouahigouya estaba el bosque de Sawadogo, un virtual almacén de madera. Los peritos revisaron la propiedad, la dividieron en parcelas de 400 metros cuadrados marcadas con grandes estacas. Como dueño original, a Sawadogo sólo le corresponderá una parcela; sus hijos mayores también recibirán terrenos. Lo demás se venderá, probablemente el año entrante. Observó indefenso cómo los funcionarios clavaban una estaca en medio de su recámara. Otra de las líneas de los lotes cruzaba por encima de la tumba de su padre. Hoy, Yacouba Sawadogo intenta conseguir dinero para comprar el bosque donde ha invertido su vida. Como convirtió este terreno en algo tan valioso, el precio es demasiado alto, alrededor de 20 000 dólares. Mientras tanto, cuida sus árboles. “Tengo suficiente valor para conservar la esperanza”, dice.

Wim Sombroek aprendió sobre los suelos cuando era un niño, durante el hongerwinter, la hambruna holandesa de tiempos de guerra entre 1944 y 1945, cuando más de 20 000 personas murieron. Su familia sobrevivió gracias a la cosecha de un minúsculo pedazo de plaggen: tierra enriquecida por generaciones de cuidadosa fertilización. Si sus ancestros no hubieran cuidado de la tierra, me contó una vez, probablemente todos habrían muerto.

En los cincuenta, a principios de su carrera como científico del suelo, Sombroek viajó al Amazonas. Para su sorpresa, encontró zonas de suelo rico y fértil. Todo estudiante del primer año de ecología sabe que los suelos del bosque tropical lluvioso del Amazonas eran frágiles y pobres. Si los granjeros cortan los árboles para crear terrenos de cultivo, exponen la tierra a la lluvia y al sol, lo cual se lleva rápidamente las pequeñas reservas de minerales y nutrientes convirtiendo la zona en algo parecido a los ladrillos, un “desierto húmedo” como se llaman estas zonas arruinadas. La certeza de echar a perder la tierra, argumentan los ambientalistas, hace imposible que se hagan planes de agricultura a gran escala en los trópicos. Sin embargo, a lo largo del río Amazonas, Sombroek descubrió grandes zonas de terra preta do Índio (tierra negra india). Tan exuberante y oscura como el plaggen de su niñez, constituía una rica base para la agricultura en una tierra donde se suponía que no debía existir. Su libro de 1966, Amazon Soils, incluyó el primer estudio sustentado de terra preta.

La mayoría de los programas de restauración, como los de China y el Sahel, tratan de restaurar las tierras degradadas para que recuperen sus condiciones previas. Pero en gran parte de los trópicos, el estado natural es de baja calidad, una de las razones por las cuales muchos de los países tropicales son pobres. Sombroek llegó a la conclusión de que la terra preta podría mostrar a los científicos cómo hacer más fértil la tierra y así ayudar a las naciones más pobres a que produzcan sus propios alimentos.

Sombroek nunca verá su sueño cumplido. Murió en 2003. Pero ayudó a reunir un grupo internacional de investigadores para buscar el origen y función de la terra preta. Entre los miembros de este grupo está Eduardo Góes Neves, arqueólogo de la Universidad de São Paulo a quien visité en un plantío de papayas a unos 1500 kilómetros río arriba en el Amazonas, del otro lado del río frente a la ciudad de Manaos. Bajo los árboles se podía apreciar la presencia innegable de la investigación arqueológica: trincheras cuadradas, algunas de ellas de más de dos metros de profundidad. En el fondo la terra preta, más negra que el café más negro, se extendía de la superficie hasta casi dos metros de profundidad. De arriba abajo la tierra estaba llena de cerámica precolombina.

La terra preta se encuentra sólo en antiguos asentamientos humanos, lo cual nos dice que es una tierra artificial, hecha por el hombre, que data de antes de la llegada de los europeos. Neves y sus colegas han intentado encontrar cómo la hicieron los pobladores del Amazonas y por qué. El suelo es rico en minerales vitales como fósforo, calcio, cinc y manganeso, escasos en la mayoría de los suelos tropicales. Pero el ingrediente más impresionante es el carbón, en grandes cantidades, la fuente del color de la terra preta.

A diferencia de los suelos tropicales comunes, la terra preta sigue fértil tras siglos de exposición al sol tropical y a la lluvia, observa Wenceslau Teixeira, científico de los suelos en Embrapa, una red de investigación agrícola e instituciones de extensión en Brasil. La increíble capacidad de recuperación que tiene, dice, se ha demostrado en las instalaciones de Embrapa en Manaos, donde los científicos prueban nuevas cosechas en lotes de terra preta. “Durante 40 años, se probó con arroz, maíz, yuca, frijol, de todo –dijo Teixeira–. Era justo lo que no se supone que se debe hacer en el trópico, cultivos anuales, expuestos al sol y a la lluvia. Era como si estuviéramos tratando de echarla a perder, ¡y no pudimos!”.

Sombroek se preguntó si los agricultores modernos tendrían la capacidad de hacer su propia terra preta, terra preta nova, como la llamó. Así como la revolución verde mejoró de forma dramática los cultivos de los países en desarrollo, la terra preta podría desatar lo que la revista científica Nature ha llamado la “revolución negra” en todas las áreas de suelos empobrecidos del sureste de Asia hasta África.

La clave de la terra preta es el carbón, resultado de quemar plantas y desechos a bajas temperaturas. En marzo, un equipo de investigación bajo el mando de Christoph Steiner, entonces en la Universidad de Bayreuth, informó que el simple acto de agregar carbón molido y humo condensado a un suelo tropical típico en malas condiciones causaba un “incremento exponencial” de la población microbiana, lo cual echa a andar el ecosistema subterráneo que es esencial para la fertilidad. Los suelos tropicales pierden esta riqueza microbiana cuando son convertidos al uso agrícola. El carbón parece proporcionar un hábitat para los microbios, en parte porque los nutrientes se unen al carbón en lugar de irse con el agua.

La agricultura representa más de un octavo de la producción de gases de efecto invernadero de los humanos. El suelo arado emana dióxido de carbono al exponerse la materia orgánica que estaba enterrada. Sombroek sostenía que para crear terra preta en el mundo se utilizaría tanto carbón lleno de carbono que podría equilibrar la emanación de este último a la atmósfera. El año pasado, el científico de los suelos de la Universidad de Cornell Johannes Lehmann, publicó en Nature que al convertir simplemente los residuos de la silvicultura comercial, de las tierras en barbecho, y las cosechas anuales a carbón se podría compensar alrededor de una tercera parte de las emisiones de combustibles fósiles estadounidenses. De hecho, Lehmann y dos colegas han sostenido que el uso de los combustibles fósiles en el mundo podría contrarrestarse almacenando el carbón en la terra preta nova.

Estas esperanzas no son fáciles de hacer realidad. Identificar los organismos asociados con la terra preta será difícil. Y nadie tiene la certeza de cuánto carbono se puede almacenar en los suelos. Algunos estudios sugieren que puede haber un límite finito. Pero William I. Woods, un científico de la Universidad de Kansas, cree que las posibilidades de tener éxito son buenas. “El mundo oirá mucho más sobre la terra preta”, dice.

Al andar por los caminos de la exposición de Wisconsin, me fue fácil darme cuenta de lo que le preocupaba a Jethro Tull. No Jethro Tull, el grupo de rock de los setenta, sino Jethro Tull, el reformista agrícola del siglo XVIII. Bajo mis pies, los suelos de la pradera habían sido aplastados por tractores y cosechadoras y la superficie se sentía como los pisos de hule que se colocan alrededor de las piscinas. Es la versión moderna del fenómeno que observó Tull: cuando los granjeros siempre aran en el mismo camino, el suelo se vuelve “apisonado, tan duro como la carretera junto al ganado que jala el escarificador”.

Tull tenía una solución: no seguir arando por el mismo camino. De hecho, los granjeros han dejado de usar arados, y utilizan un sistema llamado de labranza cero. Pero sus otras máquinas crecen en tamaño y peso. Se cree que en Europa la compactación del suelo ha afectado unos 33 millones de hectáreas de tierras de cultivo.

La razón final por la cual la compactación aún afecta a las naciones ricas es la misma por la que otras formas de degradación de los suelos afectan a las naciones pobres: las instituciones políticas y económicas no están capacitadas para prestar atención a los suelos. Los funcionarios chinos que son recompensados por plantar árboles sin preocuparse sobre su supervivencia no son diferentes de los estadounidenses, quienes continúan usando sus enormes cosechadoras porque no pueden pagar los gastos que implicaría tener varias máquinas más pequeñas.

Junto al camino apisonado en esta granja de Wisconsin había una demostración de arado con caballos. El fotógrafo Jim Richardson se acostó en el suelo para fotografiarlo. Me pidió que lo alumbrara. Pronto atrajimos a un pequeño grupo de gente perpleja. Alguien les explicó que estábamos viendo la tierra. “¿Para qué?” preguntó una mujer. En su voz podía percibir el tedio.

Cuando le conté esta historia por teléfono a David Montgomery, geólogo de la Universidad de Washington, casi lo escuchaba negando con la cabeza. “Con 8 000 millones de personas, tenemos que empezar a interesarnos en los suelos –afirmó–. Simplemente no los podemos seguir tratando como si fuera sólo polvo”.


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Charles C. Mann es corresponsal del Atlantic Monthly y de Science. Jum Richardson es ciudadano honorario de Cuba y de Kansas.

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