domingo, 30 de noviembre de 2008

OBJETIVO: LA TIERRA

Objetivo: la Tierra

Escrito por: Richard Stone

Los asteroides y los cometas en el espacio cercano representan una amenaza constante para nuestro planeta. ¿Podremos evitar la catástrofe la próxima vez?

Objetivo: la Tierra
El 9 de diciembre de 1997, un gran meteorito penetró la atmósfera sobre el suroeste de Groenlandia. Aparentemente, nunca tocó la Tierra.
Ilustración de Don Davis

El primer indicio de la amenaza no era más que un diminuto punto en la imagen de un telescopio plagada de estrellas.

Poco después de las 9 p. m. del 18 de junio de 2004, cuando anochecía, en el Observatorio Nacional Kitt Peak, en Arizona, David Tholen buscaba asteroides en un punto ciego astronómico, justo dentro de la órbita terrestre, donde el resplandor del Sol puede inundar los telescopios. Tholen, astrónomo de la Universidad de Hawai, sabía que los objetos que se esconden ahí a veces pueden cambiar su rumbo y dirigirse a la Tierra. Para contar con ayuda adicional, había reclutado a Roy Tucker, un ingeniero amigo suyo, y a Fabrizio Bernardi, un joven colega de la universidad. Mientras miraban la pantalla de la computadora, aparecieron en rapidísima sucesión tres fotografías de la misma franja del cielo tomadas con unos minutos de diferencia. “Aquí lo tienes”, dijo Tucker, señalando el conjunto de pixeles blancos que se movían de un cuadro a otro.

Tholen informó del avistamiento al centro de planetas menores de la Unión Astronómica Internacional, centro recolector de datos sobre cometas y asteroides. Él y Tucker esperaban echar otra ojeada esa misma semana, pero el cielo nublado lo impidió y después el asteroide desapareció de vista.

En diciembre de ese año, cuando los astrónomos lograron localizarlo otra vez, se dieron cuenta de que tenían un problema. La roca, más grande que una cancha deportiva, se acerca peligrosamente a nuestro planeta de manera periódica cada cierto número de años. A medida que los informes llegaban a ese centro, el asteroide, llamado Apofis en honor al dios egipcio del mal, parecía cada vez más siniestro. “El peligro de impacto seguía aumentando”, dice Tholen. Para Navidad, los modelos predecían una probabilidad de 1 en 40 de que Apofis se estrellaría contra la Tierra el 13 de abril de 2029 y la alarma llegó al público.

Entonces, el 26 de diciembre de 2004, ocurrió una catástrofe real: el tsunami del Océano Índico. El público se olvidó de Apofis. Mientras tanto, los astrónomos buscaron en los archivos imágenes anteriores del asteroide. Esta información adicional permitió a los científicos calcular la órbita, y descubrieron que en realidad su paso por las cercanías de la Tierra en 2029 no representará un peligro. Pero no pudieron descartar una remota posibilidad de que la siguiente vez, el domingo de Pascua de 2036, se produzca un impacto de efectos catastróficos.

Se estima que diez millones de asteroides rocosos y sucios cometas de hielo circulan en el espacio exterior y, de vez en cuando, sus trayectorias se cruzan fatídicamente con la de nuestro planeta. El más notorio es el titán de 9.5 kilómetros de diámetro que se estrelló en el Golfo de México a gran velocidad hace unos 65 millones de años y que liberó miles de veces más energía que la de todas las armas nucleares del planeta juntas. “Toda la Tierra ardió ese día”, dice Ed Lu, físico y ex astronauta. Tres cuartos de todas las formas de vida se extinguieron, incluso los dinosaurios.

Los astrónomos han identificado cientos de asteroides con el tamaño suficiente para provocar un desastre de proporciones planetarias, ninguno de los cuales alcanzará a la Tierra en el curso de nuestras vidas. Pero los cielos rebosan de asteroides más pequeños, mucho más numerosos, que podrían chocar en el futuro cercano produciendo efectos devastadores. El 30 de junio de 1908, un objeto del tamaño de un edificio de 15 pisos cayó en una apartada región de Siberia llamada Tunguska. El objeto –un asteroide o un cometa pequeño– explotó unos kilómetros antes de impactarse, e incendió y arrasó los árboles en un área de 2071 kilómetros cuadrados. En el centésimo aniversario de Tunguska, es inquietante darse cuenta de que objetos de ese tamaño chocan contra la Tierra con diferencia de siglos.

La próxima vez que se caiga el cielo, bien podría tomarnos por sorpresa. La gran mayoría de estos objetos más bien pequeños, capaces de borrar una ciudad del mapa, no aparecen todavía en las pantallas de nuestros radares. “La ignorancia es la felicidad”, menciona Lu. No obstante, en la próxima década las inspecciones del cielo, como la realizada por Tholen, deben empezar a llenar ese hueco catalogando miles de asteroides. “Cada dos semanas vamos a encontrar otro asteroide con una posibilidad en mil de estrellarse contra la Tierra”, añade Lu.

La meta no es sólo predecir la fecha y la hora de una catástrofe potencial, sino impedirla. Con años o décadas de anticipación, una nave espacial, usando su propia y diminuta gravedad, podría darle un “codazo” a un asteroide que nos amenazara y cambiar su curso. Para objetos que requirieran un impulso más fuerte, una nave espacial kamikaze o una bomba nuclear podrían realizar el trabajo. ¿Cómo decidirán actuar los gobiernos? “Este es un tipo de problema para el que el mundo no está preparado”, dice el físico David Dearborn, quien apoya la idea de un ataque nuclear contra un asteroide que se dirigiese a la Tierra.

Dos hechos son claros: uno es que ya sea en 10 años o en 500, el Día del Juicio es inevitable. El otro es más alentador: por primera vez en la historia tenemos los medios para evitar un desastre natural de proporciones épicas.

A diario arden en la atmósfera superior de la Tierra docenas de toneladas de residuos del espacio exterior –polvo de cometas, pequeños fragmentos de asteroides–, dejando estelas brillantes de meteoritos en la noche. Casi todos los días, uno o dos trozos de roca o metal –los más pequeños del tamaño de un puño–, resisten la ardiente zambullida en la atmósfera.

No obstante, las probabilidades de observar un meteorito tocando tierra son fenomenalmente bajas, no se diga las de ser golpeado por uno. Sólo se sabe de una persona a la que le cayó uno encima. Cerca de la una de la tarde del 30 de noviembre de 1954, un meteorito atravesó el techo de una casa cerca de Sylacauga, Alabama, ubicada enfrente de un autocinema llamado Comet Drive-in Theatre. La roca, del tamaño de una pelota de softball, rebotó en una consola de radio, alcanzó a Ann Hodges mientras dormitaba en el sofá y la golpeó en la cadera y en una muñeca. La impresión por lo sucedido fue tal que tuvo que ser hospitalizada.

La erosión y la vegetación han borrado la mayoría de las cicatrices que dejaron los impactos en el pasado geológico. Quizá la mejor preservada se encuentra a una media hora al este de Flagstaff, Arizona. Una mañana a finales de otoño, Carolyn Shoemaker y yo salimos de la carretera interestatal 40 y seguimos una vereda sinuosa a través del desierto y sus matorrales para llegar a una pequeña elevación que marca el borde del cráter. Hace 50 000 años, este lugar era una planicie arbolada donde vivían mamuts, perezosos terrestres gigantes y otros animales de la Era del Hielo. Shoemaker, experta en asteroides del Observatorio Lowell, en Flagstaff, se imagina el día en que el cielo se cayó: “De repente hay una luz brillante fenomenal”, dice. En un instante, una masa abrasadora de hierro y níquel, de 45 metros de ancho y 300 000 toneladas de peso, traspasa la arenisca y arroja enormes rocas y hierro fundido a kilómetros de distancia. Una ráfaga de viento más poderosa que cualquier tornado terrenal restriega el paisaje.

Todo lo que queda hoy del cataclismo es una hondonada de 1.2 kilómetros de ancho y 228 metros de profundidad, con un contorno de arbustos de efedra. A principios del siglo XX, el ingeniero Daniel Moreau Barringer estaba convencido de que bajo el cráter yacía un enorme meteorito de hierro y obtuvo los derechos para minar el terreno. Pero después de que una serie de pozos no revelaron nada, muchos geólogos prominentes concluyeron que el cráter se había formado por una erupción volcánica, y no por un aerolito.

El esposo de Carolyn, Gene, hizo del llamado Cráter del Meteorito uno de los lugares más reconocidos de Estados Unidos. A finales de los años cincuenta trazó el mapa de las rocas que quedaron expuestas alrededor del cráter y señaló las similitudes con el de Teapot Ess en Nevada, formado por una prueba nuclear. Sus datos mostraban que Barringer tenía razón: un meteorito había creado el cráter, aunque la mayoría del hierro se había derretido en pequeñas gotas. Algunos visitantes susurran señalando a Carolyn, hasta que un hombre se atreve a acercarse y le pide su autógrafo. Carolyn es famosa por derecho propio. Ella descubrió un cometa que en 1994 demostró vívidamente la amenaza cósmica que enfrentamos.

En 1980, cuando sus hijos ya eran mayores y se habían ido de casa, Gene le sugirió a Carolyn que empezara una carrera como cazadora de asteroides. Ella decidió intentarlo. Gene tenía acceso al Observatorio de Monte Palomar, cerca de San Diego. “Después de un par de años, aprendí a descubrir cosas”, dice con modestia Carolyn, quien ha descubierto 32 cometas y 367 asteroides.

El 25 de marzo de 1993, Carolyn, Gene y David Levy, un astrónomo aficionado, estaban en Palomar durante su horario programado para observaciones. Nevaba, y la noche prometía ser larga y aburrida. Carolyn mataba el tiempo estudiando un rollo de película fotográfica sobreexpuesta tomada la noche anterior. En una de las últimas imágenes se topó con una mancha. “Dije, ‘parece un cometa aplastado’”. El equipo les pidió a los astrónomos de Kitt Peak que echaran un vistazo. Entonces a Carolyn se le ocurrió que su cometa aplastado podía ser un cometa roto, lo cual fue confirmado esa misma noche cuando, en Kitt Peak, avistaron una hilera de fragmentos de cometa que viajaban juntos.

Poco después, otros astrónomos contaron alrededor de dos docenas de pedazos del cometa Shoemaker-Levy 9 y descifraron su extraña historia y destino. Al parecer, en 1992 el cometa pasó tan cerca de Júpiter que la gravedad masiva del gigante lo despedazó. Los restos, algunos de varios metros de ancho, estaban destinados a chocar con Júpiter en julio de 1994. Llegó el momento y la mayoría de los astrónomos del mundo estaban pendientes.

Los impactos ocurrieron en el lado más lejano de Júpiter, fuera del campo visual de la Tierra, pero las explosiones expulsaron gas supercalentado muy por encima de la atmósfera. La más grande liberó ondas de choque que enturbiaron un área de al menos tres veces el ancho de la Tierra. “Fue muy impresionante”, comenta Carolyn. Los Shoemaker disfrutaban las mieles de su descubrimiento. Pero después los golpeó la tragedia. En 1997, tuvieron un accidente automovilístico en la árida llanura australiana. Gene murió ahí mismo. Parte de sus cenizas viajaron a la Luna con la nave Lunar Prospector, de la NASA.

Carolyn esparció las demás en el Cráter del Meteorito.

Si el cometa que lleva el nombre de los Shoemaker o el monstruo que aniquiló a los dinosaurios nos estuvieran acechando, podríamos hacer muy poco. No obstante, por cada destructor de planetas hay miles de asteroides y cometas más pequeños –de hasta kilómetro y medio de largo– que podrían ser desviados. Pero primero tendríamos que verlos acercarse.

En 1998, el congreso estadounidense le ordenó a la NASA identificar al menos 90% de los asteroides y cometas más grandes del Sistema Solar interior, objetos de nueve décimos de kilómetro de diámetro o más. Hasta la fecha, los telescopios han descubierto 700 de entre una población estimada de 1000. En 2005, el congreso se tornó más ambicioso y le ordenó a la agencia espacial rastrear los asteroides de 140 metros o más de diámetro, mucho más numerosos y con una tamaño suficiente para destruir una ciudad o un estado.

Un nuevo telescopio está a punto de empezar a escudriñar el espacio en busca de estos tenues y evasivos objetos. Desde una cumbre en Maui, el Telescopio de Inspección Panorámica y Sistema de Respuesta Rápida, Pan-STARRS, por sus siglas en inglés, examinará el cielo nocturno con una cámara de 1400 millones de pixeles que produce imágenes tan detalladas que si se imprimiera una sola, cubriría la mitad de una cancha de baloncesto. Las computadoras analizarán la información, señalando curiosidades estadísticas que los astrónomos podrán revisar al estilo tradicional: echando un vistazo. El telescopio de Maui es sólo un prototipo; a la larga, Pan-STARRS incluirá un conjunto de cuatro cámaras. “Tendremos catálogos de todos los objetos que perturban la noche”, señala Ken Chambers, de la Universidad de Hawai, incluso quizá 10 000 asteroides potencialmente peligrosos.

Dentro de algunas décadas, los líderes mundiales podrían tener que lidiar con una decisión trascendental: si se debe desviar un objeto que venga hacia nosotros, y cómo. Son muy pocos los expertos que se dedican a pensar en esto.

El ex astronauta Lu es uno de ellos. Ahora es un ejecutivo de Google y está ayudando a diseñar una enorme base de datos para el sucesor del Pan-STARRS, el Gran Telescopio para Rastreos Sinópticos, que hurgará los cielos con más detalle todavía a partir de 2014. Lu también es coautor de un plan para usar una nave espacial que desvíe de su trayectoria a un asteroide peligroso. “Originalmente pensábamos en cómo aterrizar en un asteroide para empujarlo, pero eso no funciona bien. Si la superficie se desmorona con facilidad, la nave derraparía. Más aún, los asteroides giran en el espacio; si uno empuja un objeto en rotación, el impulso se cancela”, dice Lu.

Entonces él y Stanley Love, otro astronauta, se dieron cuenta de que jalar sería mucho más fácil. Una nave podría volar cerca del asteroide y activar su propulsión, tirándolo suavemente. No serían necesarios ni arpones ni lazos. “En vez de tener algo físico que lo conecte a uno con el objeto que se está remolcando, sólo se usa la fuerza de gravedad entre los dos”, apunta Lu. El “tractor gravitacional” podría arrastrar el asteroide a tan sólo fracciones de kilómetros por hora. Pero este cambio sutil, magnificado en la inmensidad del universo, significaría librar la Tierra por decenas de miles de kilómetros.

El plan de Lu funcionaría sólo para asteroides de pocos cientos de metros de ancho, que podrían ser desviados lejos de la Tierra. Si una roca pequeña nos sorprende, podríamos tratar de embestirla con una nave. Pero hay un inconveniente, añade Morrison. “Si se golpea un asteroide con suficiente energía como para romperlo, pero no la necesaria para dispersarlo ampliamente, se termina con una colección voladora de varios objetos”. Cuando todo lo demás falla, y para los asteroides o cometas grandes, sólo una estrategia funcionaría: destruirlo sin piedad.

Hileras de abetos congelados y abedules blancos se apiñan a lo largo de la carretera que va hacia el suroeste desde Yekaterinburgo, la ciudad en los Montes Urales donde el último zar de Rusia, Nicolás II, y su familia fueron asesinados hace 90 años. Un camino con una señalización mal escrita marca la desviación hacia la antes secreta ciudad de Snezhinsk, cuyo nombre en clave durante la Guerra Fría era Chelyabisnk-70. Snezhinsk alberga uno de los dos laboratorios de armas nucleares más importantes de Rusia. Después del colapso de la Unión Soviética, la azotaron los tiempos duros; hace 10 años, con la economía rusa en ruinas, al personal no se le pagaba y el director se suicidó.

Ahora, puesto que Rusia está prosperando, el laboratorio rebosa de actividades ultrasecretas. Fue imposible conseguir permiso para entrar. Pero el subdirector científico, Vadim Simonenko, y el investigador Nikolay Voloshin acordaron encontrarse en un sanatorio en la cercana Dalnyaya Dacha. En un comedor frío, vacío y escasamente iluminado, Voloshin abre una botella de coñac y, acompañados de canapés de salmón, fiambres y rodajas de pepino, los dos científicos de armamentos hablan de cómo sus bombas podrían salvar al mundo.

Si Edward Teller es el padre de la bomba de hidrógeno, Simonenko es el de la bomba contra asteroides. A mediados de los sesenta, las superpotencias soñaban con usar sus arsenales nucleares con propósitos pacíficos, como nivelar montañas y cavar canales. A Simonenko, nuevo recluta del laboratorio, se le pidió que estudiara los efectos de una carga en forma de torpedo que explotara lateralmente, ideal para las excavaciones. Se le ocurrió que tal mecanismo podría usarse también para desviar un objeto en el espacio.

Aunque la excavación nuclear nunca se hizo realidad, Simonenko continuó estudiando la desviación nuclear de asteroides. Él y Voloshin concluyeron que la mejor manera de modificar la ruta de un asteroide de un kilómetro o más de amplitud sería detonando una carga nuclear en sus cercanías. La intensa radiación freiría la superficie, repeliendo una “capa de sacrificio” de roca. El vapor en expansión actuaría como el motor de un cohete y empujaría el asteroide hacia una nueva trayectoria. En el caso de una roca más pequeña, del tamaño de la de Tunguska, Simonenko dice: “Sería más sencillo, la vaporizamos”.

Simonenko tiene un compañero de armas en el físico nuclear David Dearborn, del Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, al norte de California. El trabajo cotidiano de Dearborn es determinar si las viejas armas nucleares en las reservas de Estados Unidos son confiables. En su tiempo libre, reflexiona sobre la defensa contra asteroides. También él favorece la idea de un ataque nuclear. “No debe ser muy cerca, pues entonces la explosión sería demasiado intensa y los objetos se despedazarían en exceso. Y tampoco demasiado lejos, o no habría suficiente energía”.

Aunque técnicamente sería sencillo desempolvar unas cuantas cabezas nucleares viejas y lanzarlas hacia un asteroide, decidir si se presiona o no el botón rojo es una situación gravísima. ¿Qué nación lo haría? Para empezar, el país con su dedo en el gatillo tendría que retirarse del Tratado del Espacio Exterior, que prohíbe el uso de armas nucleares en el espacio. Pero, ante la amenaza de una catástrofe, “la gente tendría que preguntarse, ‘¿Podemos ser más inteligentes que los dinosaurios?’”, añade Dearborn.

Apofis podría representar la primera prueba verdadera de nuestra inteligencia colectiva. Por ahora, los científicos sólo pueden proporcionar una gama de probabilidades de la trayectoria futura. Cuando se acerque a la Tierra en 2029, evadiendo docenas de satélites espías y de comunicación, y aparezca como una estrella brillante moviéndose pesadamente a través de los cielos nocturnos de Europa, hay una pequeña probabilidad de que el asteroide pase a través de un “ojo de cerradura”. En este estrecho pasillo del espacio, quizá de unos cuantos cientos de metros de ancho, la gravedad de la Tierra desviaría al asteroide justo lo suficiente para ponerlo en curso hacia la colisión con nuestro planeta en su siguiente visita, en 2036. Se estima hoy que la probabilidad de que Apofis pase a través de este pasillo fatídico es de 1 en 45 000.

En las profecías de los hopi del suroeste de Estados Unidos, la llegada de un espíritu llamado Estrella Amarilla Kachina anunciará el fin del mundo. Cuando los ancianos hopi supieron de Apofis en 2004, se preocuparon de que la Estrella Amarilla Kachina estuviera en camino. Carolyn Shoemaker trató de tranquilizarlos diciéndoles que no era el caso.

Esperemos que tenga razón.

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Richard Stone es el editor para Asia de la revista Science.

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