domingo, 30 de noviembre de 2008

Una fortaleza en la costa


Escrito por: Joel K. Bourne Jr.  


Foto de Diane Cook y Len Jenshel


LOS ACANTILADOS DE NA PALI, HAWAI: UN PARAÍSO TERRENAL EN ESTADO DE SITIO

Se supone que el camino a Shangri-La es algo mítico, una vereda mística hacia un valle oculto donde reinan la paz y la belleza. No obstante, en la isla hawaiana de Kaua‘i es en realidad la carretera Kuhio, una tortuosa pista de dos carriles que termina en un lodoso estacionamiento de la costa norte. Allí, más allá de la arena de la playa Ke‘e, los acantilados de Na Pali se elevan enhiestos desde el verde Pacífico como palizadas gigantes que mantienen alejado el mundo moderno.

Se trata de una bella fantasía, por supuesto. A diferencia del legendario Shangri-La, Na Pali aparece en todo mapa turístico de Kaua‘i, y esta revista tiene en parte la culpa. Sólo una fotografía en un artículo de 1960 sobre Hawai sirvió para revelar un frondoso valle resguardado por acantilados de 900 metros a una generación hambrienta justo de un lugar así. Aquella imagen y muchas más que le siguieron en publicaciones y películas atrajeron peregrinaciones que continúan hasta el día de hoy. Algunos visitantes recorren en kayak el tramo de 25 kilómetros de acantilados rugosos, cuevas marinas y playas serpenteantes durante la calma estiva de las mareas; otros realizan el viaje en lanchas “extremas”, naves de asalto con motor fuera de borda que pueden atravesar casi cualquier mar. Muchos más contratan un paseo de una hora en helicóptero para admirar el paisaje de Parque jurásico: Na Pali fue la estrella de esta película, así como de King Kong, South Pacific y muchas otras fantasías hollywoodienses. Los jóvenes de corazón y de piernas recorren la extenuante vereda hacia el valle más extenso, llamado Kalalau, donde frecuentemente violan sus permisos de cinco días para acampar y se quedan semanas o incluso meses.

Todos han llegado tarde a un drama geológico que se ha escenificado durante más de un millón de años. La costa de Na Pali es el hombro cicatrizado de un volcán en escudo que alguna vez se levantó más de ocho kilómetros desde el lecho marino hasta su cima. Como todas las islas hawaianas, Kaua‘i nació sobre una columna de magma llamada punto caliente. Cuando las fuerzas tectónicas alejaron la isla de ese punto, sus fuegos volcánicos se enfriaron y el agua, escultora elemental de la Tierra, comenzó su labor. La lluvia –casi 250 centímetros al año en algunas zonas de Na Pali– talló los profundos valles desde arriba y adornó con cascadas blancas los precipicios. Enormes olas invernales estallaron contra los acantilados de basalto al subir y bajar la marea y abrieron laderas empinadas e inestables. El resultado fue una serie de valles profundos, espigones estriados y filosas crestas que se levantan a más de mil metros sobre el Pacífico. Tanto en la pantalla chica como en la grande, Na Pali ha llegado a representar el paraíso en la Tierra. Para los primeros hawaianos también era su hogar, un sitio donde pescar y formar las terrazas para el cultivo de taro. Su presencia se nota en Nu‘alolo Kai, uno de los valles en el extremo más occidental a lo largo de la costa, accesible actualmente sólo en lancha. El paisaje está tachonado con marcas de más de seis siglos de ocupación humana: muros de piedra, plataformas ceremoniales, restos de casas, cobertizos para botes y numerosas tumbas.

Para la cultura hawaiana, todas las cosas contienen mana, un poder espiritual infundido por los dioses y los ancestros. El mana de Nu‘alolo Kai es tan fuerte que incluso los visitantes del otro lado del mundo se estremecen. “Los hawaianos llaman a esta sensación ‘carne de gallina’ –dice Alan Carpenter, arqueólogo de la división de parques estatales de Hawai, la cual administra la zona–. La siento cada vez que vengo”.

Para Randy Wichman y Sabra Kauka, este valle también provoca una poderosa sensación de paz y serenidad. Los dos nativos de Hawai son miembros de Na Pali Coast ‘Ohana, un grupo local sin intereses de lucro que se formó para proteger los sitios culturales a lo largo de la costa.

Carpenter y Wichman me llevan a una de las plataformas bajo el anfiteatro del desfiladero; tratamos de imaginar las celebraciones que se realizaban aquí hace siglos. Durante las ceremonias ‘awa –llamada también kava, es la bebida ritual favorita en Polinesia–, los grandes sacerdotes realizaban sacrificios, los danzantes hula se movían al ritmo de los tambores y, desde el risco más alto, llamado Kamaile, los jóvenes arrojaban jabalinas en llamas al mar. Estos fuegos artificiales eran tan espectaculares que hasta el rey Kamehameha II hizo un viaje especial para apreciarlos. Aun así, ni estos ni las celebraciones bastaron para sacar adelante a los hawaianos nativos. Quizá los diezmaron las enfermedades occidentales que arrasaron sus islas en el siglo XIX. Tal vez su sistema de trueque tradicional dejó de funcionar en la nueva economía basada en el dinero. Nadie lo sabe con certeza, pero después de más de seiscientos años de civilización, los últimos habitantes permanentes abandonaron el valle a principios del siglo XIX para trasladarse a zonas más pobladas de las islas.

De acuerdo con Carpenter, el arqueólogo de los parques, Nu‘alolo Kai es uno de los sitios arqueológicos más importantes de las islas. No obstante, una década de recortes en el presupuesto provocó un déficit de 125 millones de dólares destinados para el mantenimiento de los parques estatales, lo que dificulta incluso contar con cobertizos para días de campo o baños que transforman los desechos humanos en composta. El cuidado del área se encuentra principalmente en manos de voluntarios y barqueros locales, mientras que Carpenter junto con otros arqueólogos ofrecen sus conocimientos y mano de obra. No es fácil desherbar, reconstruir estructuras de piedra y transportar basura. Pero para Sabra Kauka, esto ofrece una relación personal con el paisaje, la cual espera se transmita a los estudiantes que lleva al lugar para ayudar con las labores.

“En hawaiano hay un dicho: Ma ka hana ka ‘ike: En el trabajo está el conocimiento –dice–. Si se quiere aprender sobre este lugar, hay que cuidarlo y así se te revelará”.

Sus palabras resuenan en mis oídos unos cuantos días después mientras me abro camino lentamente a través de un derruido pali (na pali significa “los acantilados” en hawaiano) en el camino al valle Kalalau. El sudor escurre constantemente desde mi sombrero al estrecho sendero, el cual extiende una línea muy fina entre un muro de roca y una pendiente abrupta de 240 metros hasta el mar burbujeante. Los primeros visitantes occidentales relataron haber vistohawaianos corriendo a lo largo de estos senderos. Hoy en día, un desfile de helicópteros “panorámicos” zumban por ahí como mosquitos gigantes. Pese a las dificultades del camino, paso junto a varias personas que van y vienen: son algunos de los 500 000 visitantes de todo el mundo que acuden aquí cada año. Entre los que ahí conozco están algunos exploradores serios, varios estudiantes con traje de baño y sandalias y uno que otro evidente “forajido de Kalalau” –hombres de entre 40 y 60 años con ropa raída y mirada furtiva–. Estos ermitaños modernos viven en el valle lejano y así evitan las redadas ocasionales para desalojarlos. Con abundante agua, suelos fértiles y gran cantidad de cocoteros, papayos y árboles de ciruela java, Kalalau ha ofrecido refugio a muchos parias a través de los años. En 1893, varios hawaianos con lepra mudaron a sus familias al valle para evitar el destierro a la colonia de leprosos de Moloka‘i.

Cuando el alguacil de Waimea llegó a reunir a los enfermos, Ko‘olau, un vaquero famoso y tirador experto, se negó a irse sin su esposa e hijo. La resistencia duró hasta el anochecer, cuando empezó un tiroteo y el alguacil cayó muerto. El nuevo gobierno provisional de Hawai, que acababa de destronar a la reina Lili‘uokalani, temía una revuelta a gran escala y envió al ejército a buscar al vaquero. Sin embargo, Ko‘olau perdió a sus perseguidores en las grietas y peñascos del valle, donde al final su enfermedad lo ma-tó. “Ko‘olau el Leproso” se convirtió en un héroe popular moderno de Hawai. Décadas después, otro grupo de forajidos buscó paz en el valle, hippies jóvenes que pasaron años viviendo de la tierra y comulgando con la naturaleza hasta que la ley los hizo marcharse. En una curva del sendero me encuentro con un explorador de aquella generación y le pregunto si ha estado en Kalalau. “Estuve ahí en los años sesenta –contestó sonriendo–. Estaba inmaculado. Todos andaban desnudos por ahí; pero, oye, ¡eran los sesenta!”. Cuando por fin llego al mágico valle con sus acantilados y playas sinuosas, el ambiente es más de una fiesta universitaria que de un retiro nudista. Hay bolsas de basura, hieleras viejas y tiendas inservibles desperdigadas alrededor de los campamentos y de las cuevas marinas, en espera de que los equipos de trabajo se los lleven en helicóptero: el gasto más importante del necesitado parque. “El reto de administrar Kalalau es su aislamiento, que también es su atractivo –me dijo después Dan Quinn, administrador de parques estatales–. Si más gente se llevara lo que trae, la experiencia sería mejor para todos”. Mientras observo el sol derretirse en el mar, un chubasco fugaz revela un magnífico arco iris. ¿Cómo pueden los humanos ensuciar semejante paraíso terrenal? El Shangi-La imaginario, como lo retrata James Hilton en su novela de 1933, Horizonte perdido, se inspiró en el concepto budista de Shambhala, un lugar mítico de paz y tranquilidad al que acceden los seres iluminados. Quizá aún no llegamos ahí.

En mi último día en Kalalau, sin embargo, conozco a alguien que parece haber recorrido buena parte del camino: un joven paria con una gran mochila salta por el último tramo del sendero mientras inicio la caminata de salida. Tira su carga a mis pies, se tumba sobre la hierba y me dice que se llama Eric. Planea quedarse dos meses en una cueva del valle, buscando comida, meditando y “centrándose” con el universo. “Si subes al valle encuentras plataformas de roca, campos de taro y altares hasta arriba –comenta–. ¡Había una metrópoli allá! Es la tierra de los menehune, los antiguos. ¡Es lo primordial!”. Eric es listo, elocuente y parece estar en paz consigo mismo y con el mundo. Conversamos un rato, luego recoge su mochila y baja trotando, cantando una alegre melodía. “¡Disfruta tu viaje en el planeta Tierra!”, grita. Por el resto del día, lo disfruto.



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