domingo, 30 de noviembre de 2008

CASI HUMANOS


Escrito por:

Mary Roach

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Foto de Frans Lanting

Los chimpancés de Fongoli

En las sabanas de Senegal, los chimpancés cazan gálagos con palos semejantes a lanzas. Este caldo de cultivo de “tecnología chimpancé” ofrece pistas sobre nuestra propia evolución.

El alba llega de improviso y veloz, como si una mano invisible alcanzara un interruptor y encendiera la luz. Es la señal para que 34 chimpancés despierten. Yacen en los nidos que construyeron la noche anterior, en los árboles ubicados a la orilla de una meseta. Un chimpancé salvaje no abandona el lecho silenciosamente. Estos animales despiertan gritando. Los sonidos que escucho tienen nombres técnicos –gruñido jadeante, chillido, aullido– pero para un recién llegado, se trata sólo de un ruido loco y exuberante que se va intensificando. No es posible escucharlo sin sonreír.

No se trata de chimpancés que se hayan visto en estas páginas. Son primates de la sabana arbolada que se encuentran al este de Senegal y a través de la frontera en el oeste de Malí. A diferencia de sus conocidos parientes selváticos, los chimpancés de la sabana arbolada (Pan troglodytes verus) pasan casi todo el día en el suelo. Aquí no hay grandes copas de árboles que formen un dosel como en la selva. Los árboles crecen bajos y muy dispersos. Es un ambiente abierto y espinoso, muy similar al terreno donde evolucionaron los primeros humanos. Por ello las comunidades de chimpancés como el grupo de Fongoli –llamado así por un arroyo que corre donde habitan– son de un valor inigualable para los científicos que estudian el origen de nuestra especie.

A las 8 a. m. mi termómetro barato marca 32˚ C. Nuestras camisas están marcadas por las mismas líneas blancas de sal que aparecen en invierno sobre las botas de la gente. Aquí la sal proviene del sudor. La meseta que cruzamos es un terreno de nadie, de rocas rojas y cáncer de piel, sin árbol alguno que proteja de la caída del sol ecuatorial. Cada uno de nosotros carga tres litros de agua en su mochila. Estaba fresca cuando salimos. Para el mediodía estará tan caliente que se podría preparar té. Pero no me estoy quejando. Sólo lo señalo. La vida en la sabana –incluso en la llamada “sabana mosaico”, suavizada por manchas de árboles frondosos junto al cauce de los ríos– es muy dura.

Si uno es un primate acostumbrado a lugares más verdes, debe modificar su comportamiento para sobrevivir. Nuestros ancestros homininos más antiguos (simios bípedos) evolucionaron hace más de cinco millones de años al final del Mioceno, una época de extrema sequía que vio la creación de amplias extensiones de praderas. Los primates tropicales que quedaron ahí ya no tenían frutas en abundancia ni riachuelos o lagos durante todo el año. Fueron obligados a adaptarse, a ampliar su búsqueda de alimento y agua, a sacar ventaja de otros recursos. En pocas palabras, a ser creativos.

En 2007, Jill Pruetz, antropóloga de la Universidad Estatal de Iowa, dio a conocer que un chimpancé hembra de Fongoli llamado Tumbo había sido vista dos años antes, a un kilómetro de donde nos encontramos ahora, afilando una rama con sus dientes y usándola como lanza. La dirigió contra un gálago, un pequeño primate nocturno que mora en los árboles y brinca de rama en rama como saltamontes. Antes de esta noticia se pensaba que la práctica de elaborar herramientas para cazar y matar mamíferos era un comportamiento exclusivamente humano. En un lapso de 17 días, al inicio de la temporada de lluvias de 2006, Pruetz vio en 13 ocasiones a los chimpancés cazar gálagos. En 2007, hubo 18 avistamientos. Parecería que los chimpancés se están volviendo creativos. Hay individuos incómodos con las historias de Pruetz sobre chimpancés que usan lanzas, y no se trata sólo de los gálagos. Richard Wrangham, profesor de antropología biológica en Harvard, quien ha estudiado la agresión en los chimpancés en el Parque Nacional Kibale de Uganda, se mantiene escéptico.

Wrangham es ampliamente conocido por su teoría del “macho demoníaco”, que sostiene que los salvajes asesinatos cometidos por chimpancés machos mientras patrullan su territorio apuntan hacia una naturaleza violenta en la esencia del hombre. El primatólogo Craig Stanford, autor del libro The Hunting Apes, también resta importancia a los hallazgos de Pruetz. “Este comportamiento es fascinante, pero las observaciones son preliminares y sólo merecen una pequeña nota en una publicación especializada”. El informe se publicó en la revista Current Biology y, al parecer, la gente lo encontró interesante. En la semana siguiente, los hallazgos de Pruetz figuraron en más de 300 fuentes científicas y noticiosas. Fue la comunicación de primatología más comentada desde los informes de Jane Goodall sobre infanticidio y canibalismo en Gombe en los años setenta.

Pruetz y yo observamos a los chimpancés trepar desde sus nidos. Un macho grande cuelga con un brazo de una rama baja, meciéndose suavemente, sin ninguna prisa. La silueta está completamente erguida, asombrosamente humanoide. Se suelta, cae al suelo y se desplaza a través de la meseta. Es imposible no ver el simbolismo. Aquí está un chimpancé, considerado por muchos como lo más cercano que tenemos a un modelo viviente de nuestros ancestros homininos, cayendo literalmente de los árboles y moviéndose por la amplia extensión abierta de la sabana. Es como si viéramos una elipsis en una filmación de la evolución humana, el amanecer del hombre desplegándose en nuestros binoculares.

Jill Pruetz pasó cuatro años haciendo que los chimpancés de Fongoli se acostumbraran a la presencia humana –lo que los primatólogos denominan “habituación”– y los últimos tres veranos observándolos. Ella sigue a los chimpancés seis días a la semana, del alba al anochecer. No es un trabajo glamouroso. Se acalora, se ensucia y se agota. Su hogar es una cabaña con paredes de adobe y una letrina en el suelo que comparte con 30 aldeanos de Fongoli. La cena consiste en arroz con salsa de cacahuate, salvo cuando es salsa de cacahuate con mijo. Si los chimpancés viajan más lejos de lo acostumbrado, Pruetz regresa tan tarde a la aldea que su ración ya se la han dado a los perros. A veces, en vez de caminar los ocho kilómetros de regreso al campamento, se acurruca y duerme en el suelo (o toma una siesta en un nido abandonado de chimpancé). Le ha dado malaria siete veces. Sin embargo, rara vez uno se topa con alguien que tenga tanto amor por lo que hace, como Pruetz. Justo ahora está sentada en el suelo anotando con una mano y sacudiendo las llamadas abejas del sudor con la otra. La sangre de una ampolla ha traspasado el talón de su calcetín. Pero a juzgar por la actitud de Pruetz, bien podríamos estar en París. “A veces”, dice, rascándose un piquete, “pienso que voy a despertar y todo será un sueño”. Las recompensas han sido notables. Además del uso de herramientas para cazar, los chimpancés de Fongoli han exhibido otros comportamientos novedosos: remojarse en un hoyo con agua y pasar la tarde dentro de cuevas. Con 63 kilómetros cuadrados, Fongoli es el hábitat más amplio de cualquier grupo de chimpancés habituados que se haya estudiado (los de Jane Goodall, en contraste, vagan por 13 kilómetros cuadrados de terreno). Craig Stanford compara la búsqueda de comida en una gran extensión a saber cómo moverse por un supermercado enorme. Como Pruetz, cree que los chimpancés no buscan al azar, sino con premeditación y propósito. “Uno no transita por los pasillos del supermercado esperando vislumbrar el brócoli. Sabes en dónde está cada cosa, y en qué meses se pone a la venta la comida de temporada”. Él piensa que lo mismo es cierto para los chimpancés. “Inteligencia ecológica” es el nombre de la teoría de que algunos primates, incluyendo a los de nuestro linaje, han desarrollado cerebros más grandes y complejos porque les ayudaron a adaptarse a los retos para sobrevivir en un hábitat menos generoso. “El primer empujón hacia un cerebro más grande –escribe Stanford– pudo ser el resultado de una dieta de alta calidad, distribuida irregularmente, y las habilidades cognitivas necesarias para localizarla”. De alta calidad significa carne.

El cambio hacia una dieta con más carne quizá desempeñó un papel importante en la evolución de un cerebro más grande y sofisticado. Esta es la idea: los cerebros, usando la terminología acuñada por los investigadores Leslie Aiello y Peter Wheeler, son “tejidos costosos”.

Para mantener en funcionamiento un cerebro más grande, otro órgano o sistema tiene que utilizar menores recursos. Un chimpancé requiere mucho menos comida rica en energía, como la carne, que la que necesitaría si se alimentara de materia vegetal baja en nutrientes. Gastar menos energía en la digestión significa que uno se puede permitir aplicarla en otra cosa, como potenciar un cerebro expandido. Como si la hubieran llamado a escena, una hembra de nombre Tia aparece en nuestro campo de visión, a seis metros de distancia, sentada en una roca y desgarrando carne de una extremidad; parece el comensal en un almuerzo campestre que comiera un inmenso muslo de pollo. Pruetz alza sus binoculares, y los vuelve a bajar. “¡Mierda! Es un antílope jeroglífico”. Lo sabe por las marcas blancas de la tira de piel que cuelga de la pierna. “Es el animal más grande que los he visto comer”. Supone que es un cervatillo. Los chimpancés de Gombe también han matado a veces a algunos cervatillos de antílope jeroglífico. Es la presa de chimpancé más grande que se haya registrado.

La caza y la temporada de lluvias coinciden en Fongoli, y Pruetz tiene algunas teorías acerca del motivo. Cuando los hoyos se llenan de agua y los retoños y otros follajes se vuelven más abundantes con la lluvia, la tierra proporciona el sustento para mantener a un grupo considerable de chimpancés en movimiento. Viajar en un conjunto grande tiene sus ventajas. Un chimpancé solitario o un grupo pequeño que salga por su cuenta puede perder el rastro de su comunidad por varios días. Para un chimpancé, socializar es importante. Pruetz señala a una hembra en celo, llamada Sissy; su trasero protuberante y rosado se menea detrás de ella como un polisón. “De otra manera, te pierdes de eso”. Se refiere, claro, a la oportunidad de aparearse y heredar el material genético.

Ahora mismo, con dos lluvias que han iniciado la temporada, hay agua y comida apenas suficientes para que todo el grupo viaje unido. Pruetz cree que es este escenario –un gran número de individuos compitiendo por recursos limitados– lo que ha empujado a ciertos miembros de la comunidad a intentar lo nuevo, como afilar palos para cazar gálagos. Es un tipo de caza distinto a los ataques organizados de los monos colobos que se han registrado en otros lugares. A veces, al toparse con un tronco hueco y muerto –que promete albergar gálagos que duermen de día–, un chimpancé arranca una rama de otro árbol cercano, le quita las hojas y los extremos endebles, y luego usa los dientes para afilar una de las puntas. Después introduce la herramienta en un hoyo del tronco hasta que el animal que está dentro queda fuera de combate; entonces el chimpancé lo devora, empezando por la cabeza. “Como si fuera una paleta”, dice Pruetz. Las hembras adultas de chimpancé y los jóvenes –los de rango más bajo– han sido vistos cazando gálagos con más frecuencia. Esto tiene sentido. Los machos dominantes no son generosos con la comida que encuentran, y nadie puede forzarlos a compartirla. Las hembras de Fongoli parecen haber tomado el asunto en sus propias manos.

Aquí viene Farafa, con su bebé Fanta en la espalda y un pernil de gálago en la mandíbula. Es un complejo y desordenado pedazo de anatomía, con tendón y piel colgando de un extremo. Tia la ve y se levanta para alejarse. La última imagen que veo de Tia es erguida, con su hueso ya limpio, agitándolo sobre su cabeza, como si recreara la escena del “amanecer del hombre” de la película 2001: Odisea del Espacio, de Stanley Kubrik. Los chimpancés de Fongoli tienen un don para lo dramático.

LA CONMOCIÓN MEDIÁTICA que provocó el informe de Pruetz sobre los chimpancés que usan lanzas hizo que su ausencia como ponente en el congreso La mente del Chimpancé, celebrado el año pasado, resultara desconcertante.

Ella estaba entre el público, pero no la invitaron a presentar una ponencia. Además, su asesor de posdoctorado, el primatólogo William McGrew, de la Universidad de Cambridge, hizo una breve referencia a la conducta de caza en Fongoli, pero no le dio crédito a ella por su trabajo, sino al coautor y ex estudiante de Pruetz, Paco Bertolani, ahora un estudiante de McGrew. Bertolani atestiguó el primero de los ejemplos observados de dicho comportamiento –que ya suman 40–, pero la etiqueta científica indica que quien debe ser mencionado es el investigador principal. McGrew se disculpó más tarde. Algunos primatólogos criticaron a Pruetz por exagerar el hallazgo sobre el uso de lanzas contra los gálagos. Cuando tu presa es más pequeña que tu mano, ¿estás realmente cazando?

Los primatólogos varones tienden a marcar la distinción por género: la opinión tradicional es que, en el mundo de los chimpancés, la caza –junto con la agresión y el asesinato– es del dominio de los machos. “Los pequeños mamíferos que obtienen las hembras y los jóvenes son ‘recolectados’ –dice Pruetz–, mientras que los machos ‘cazan’”. El concepto es que las hembras no cazan porque no lo necesitan; algunos piensan que los machos intercambian la carne por sexo, pero Pruetz no ha visto esto en Fongoli. Voy a dar mi opinión, si acaso tiene algún valor. Un día, mientras acompañaba a Pruetz, vi a un joven chimpancé llamado David junto a un hoyo de gálagos en un árbol. Lo escuchamos mucho antes de poder verlo: oímos un retumbante ¡pac! que congeló a Pruetz donde estaba. Dijo: “Espera, espera, eso suena como una lanza!”. Volteamos, y ahí estaba, en una rama de un árbol de quino, sujetándose con una mano y agitando un grueso palo de un metro de largo sobre su cabeza. Lo metió con fuerza dentro del hoyo, y luego lo sacó y examinó la punta. Concluyendo que no había nadie en casa, se fue; dejó la lanza asomándose por el hoyo. La violencia y premeditación con las que ejecutó esa acción no sugerían de ninguna manera un animal que buscara comida con tranquilidad. Su objetivo era inconfundible: matar, o al menos incapacitar, a lo que estuviera ahí dentro.

Muchos de los expertos que revisaron el artículo de Pruetz tropezaron con la palabra lanza. Para empezar, sugiere un proyectil, y una técnica como la del hombre de Cro-Magnon: algo que se apunta a un blanco y se arroja (Pruetz dice que pensaba en la pesca con arpón cuando escogió el nombre). Stanford sugirió porra. Sin embargo, las porras no son afiladas. Alguien más propuso daga. Otro quería bayoneta. Al final, Pruetz quitó lanza del título y redactó el texto más cuidadosamente, haciendo referencia a una herramienta “usada a la manera de una lanza” (la prensa usó el término de todos modos. “Chimpancés con lanzas comen gálagos ensartados” era el frívolo encabezado en NewScientist.com). Le pregunté a Pruetz si quizá fue víctima de una conspiración de machos alfa primatólogos. Se rió. “Sí, tal vez no estoy haciendo suficientes gruñidos jadeantes” (el gruñido jadeante es una expresión de sumisión; un chimpancé que se tope con un semejante de mayor rango y no haga esta vocalización está buscando problemas). También puede ser que los humanos simplemente nos resistimos a la noción de que alguien, además de nosotros, construya armas para matar.

Uno pensaría que los primatólogos se sentirían cómodos con los límites cambiantes entre chimpancés y humanos. Sus secuencias genéticas son alrededor de 95 a 98 % iguales (esto es menos significativo de lo que parece. Los humanos comparten más de 80 % de su secuencia genética con los ratones, y tal vez 40 % con la lechuga). Una investigación reciente de los genomas de humanos y chimpancés, realizada por David Reich y sus colegas en el Instituto Broad, que pertence al Instituto Tecnológico de Massachusetts y a Harvard, en Cambridge, EUA, sugiere que los chimpancés y los homininos más antiguos podrían haberse cruzado tras la separación inicial de las dos líneas. Pero parece persistir una sensación de incomodidad con descubrimientos que, como señala Pruetz, “le restan a nuestra superioridad”.

Desde los primeros días de la primatología, los descubrimientos sobre el comportamiento de los chimpancés que amenazan con socavar lo especial que caracteriza a los seres humanos, lo que nos hace únicos, se han enfrentado con una resistencia rencorosa. Muchos antropólogos se enfurecieron con las primeras referencias a una “cultura” de los chimpancés, concepto muy aceptado hoy en día. Los primeros informes de Jane Goodall sobre chimpancés que elaboraban herramientas (para “pescar” termitas) fueron tan polémicos en su día como las afirmaciones más recientes de que es posible enseñar a los chimpancés a usar el lenguaje. En Great Apes Fund, en Des Moines, Iowa, un bonobo (chimpancé pigmeo) de nombre Kanzi ha aprendido a comunicarse a través de símbolos. Kanzi maneja cerca de 380 símbolos y muestra señales de comprender su significado. Cuando lo asustó un castor, para el cual no tenía ningún símbolo, el bonobo indicó los símbolos para “agua” y “gorila” (animal que lo asusta). Los críticos dicen que esa comunicación es sólo un comportamiento condicionado. Los usos novedosos de los símbolos –por ejemplo, “gorila de agua”– se descartan como simples coincidencias.

Una excepción a estas actitudes existe desde hace mucho en el Instituto de Investigación de Primates, en la Universidad de Kyoto. La primatología japonesa es congruente con el precepto budista de que los humanos son parte de la naturaleza, y no están más arriba ni separados de ella. En el congreso La mente del Chimpancé, realizado el año pasado en Chicago, Tetsuro Matsuzawa habló sobre los primeros años de la primatología, cuando los científicos “desconocían lo emparentados que estamos”. Y con un asombro imperturbable añadió: “Tan emparentados como caballos y cebras”. En occidente, la actitud hacia los chimpancés ha cambiado gradualmente en las últimas décadas. La secuenciación del genoma del chimpancé, terminada en 2005, ha renovado el interés. Nueva Zelanda, los Países Bajos, Suecia y el Reino Unido han promulgado leyes que limitan la experimentación con grandes simios, y las Islas Baleares, en España, aprobaron una moción en 2007 concediéndoles derechos legales básicos. En 2006 una organización austriaca en favor de los derechos de los animales presentó una solicitud a un juzgado de distrito en Mödling para que se asignara un tutor legal a un chimpancé llamado Hiasl. La estrategia era otorgar un estatus de “persona legal” al peludo acusado (el juez fue comprensivo, pero se negó).

LA CHIMPANCÉ SISSY se sienta inmóvil y encorvada en un pequeño montículo de termitas a seis metros de nosotros. Sólo se mueve su brazo derecho; mete un trozo de liana de saba en un hoyo y luego la retira con suavidad, con unas termitas colgando de ella. La lleva con cuidado hasta su boca, como una jubilada que tomara una cucharada de sopa. El montículo descansa sobre una capa abierta de laterita guijarrosa, color ladrillo, que hace que el suelo parezca una cancha de tenis de arcilla. Al igual que la pesca con mosca, atrapar termitas es una actividad meditativa, sutilmente engañosa. La intenté algunas veces y ni siquiera pude encontrar un hoyo activo. Mi trozo de liana nunca se hunde más que unos pocos centímetros; los chimpancés entierran la suya medio metro. Pueden encontrar hoyos activos por medio del olfato, introduciendo la liana y luego oliendo la punta para buscar el aroma de las feromonas de las termitas soldado.

Los chimpancés de Fongoli comen termitas todo el año y no sólo en la temporada de sequía, cuando otros alimentos escasean. Las termitas forman, cuando menos, 6 % de la dieta de un chimpancé de Fongoli. Lo sabemos porque casi todas las tardes en punto de las seis, la asistente de investigación Sally Macdonald se sienta con un conjunto de tamices y baldes, y una o dos bolsas herméticas de plástico con las heces de chimpancé que los investigadores recogen casi diariamente. Examina las semillas de frutos, estima el porcentaje de fibra de hojas y yemas, y toma nota de los huesos de frutos y de pinzas de termitas. “La ciencia en todo su glamour”, dice Macdonald muy seria. Su madre le manda bolsas herméticas pero desconoce su destino.

La estudiante de doctorado de Pruetz, Stephanie Bogart, dice que parte de la razón por la que los chimpancés buscan termitas es que son un alimento con un alto contenido calórico. Una porción de 100 gramos de termitas tiene 613 calorías, comparada con 166 de la gallina. Pero 100 gramos de termitas soldado son cientos de insectos, pescados poco a poco en un montículo. Es como comer un pastel migaja a migaja. A los chimpancés les deben gustar mucho. Sissy se levanta de su sitio en el montículo para seleccionar una nueva herramienta. Rompe un pedazo de liana y la examina. Satisfecha, la lleva en la boca de regreso al montículo, como una costurera que sujetara alfileres entre sus labios. Pruetz y otros investigadores plantean que los chimpancés hembras no sólo son más hábiles que los machos cuando se trata de fabricar y usar herramientas, también son más dedicadas. Craig Stanford concuerda en que probablemente fueron las mujeres las que primero condujeron a nuestra cultura hacia el uso de herramientas. Él supone que las herramientas más antiguas para conseguir alimento dieron paso a otras que servían para sacar carne de cadáveres que carnívoros grandes mataron y abandonaron. Y a su vez, estas herramientas allanaron el camino a la creación de instrumentos para matar presas. Esto hace mucho más impresionantes las observaciones de Pruetz sobre los chimpancés que afilan palos y los usan para atacar gálagos: las hembras de Fongoli parecen haber saltado directamente a las herramientas asesinas. No les falta mucho para inventar las pinzas para voltear la carne asada.

PRUETZ Y YO nos sentamos en un barranco arbolado donde los chimpancés descansan durante las horas más calurosas del día. Aquí la vegetación es más densa. Vemos a una esbelta serpiente verde moverse en la hierba. Arriba de nosotras, los pájaros cantan. Uno dice chirio, otro tuit. Un tercero dice gup gup gup gup gup, como el personaje de Curly en el antiguo programa de televisión Los tres chiflados (cuando pregunto cuál es ese, Pruetz me contesta, sin rastro de sarcasmo: “un pájaro”. Es una mujer de intereses singulares). Pruetz me indica que mire hacia una maraña de lianas de saba. Donde yo veo una masa oscura, ella es capaz de distinguir seis animales. La mujer tiene vista de chimpancé (es una condición que permanece incluso mucho después de regresar a Iowa. “Llego a casa y busco chimpancés en el campus”). Los animales pueden estar tan bien escondidos y tan callados, que incluso a Pruetz le cuesta trabajo encontrarlos. A veces los localiza por el olor, el de chimpancé es una potente variante del olor corporal.

La escena de las lianas es de satisfacción doméstica. Yopogon acicala a Mamadou. Siberut se recarga contra un árbol y frota los dedos gordos de sus pies uno contra otro. Un par de jóvenes se mecen en las lianas, entrando y saliendo de un rayo oblicuo de sol. Uno de ellos usa el pie para impulsarse en un tronco y se pone a girar. Los otros se columpian de liana en liana, como Tarzán. Son casi dolorosamente lindos. Un chimpancé llamado Mike está acostado en una hamaca de ramas, con las piernas dobladas; uno de sus tobillos descansa sobre la rodilla opuesta. Tiene un brazo detrás de la cabeza, mientras que el otro está doblado y la mano cuelga indiferente, parece un vaquero que se recarga contra una cerca. Nos miramos fijamente durante 10 segundos. En parte porque su pose es tan humana, y en parte por la forma en que sostiene mi mirada, me encuentro sintiendo una conexión con Mike. Se lo confieso a Pruetz, quien admite tener sentimientos similares. A ella le importan los chimpancés de Fongoli como a uno le importa la familia. Envía emocionados correos electrónicos cuando nace un bebé y se preocupa cuando el viejo y casi ciego Ross desaparece por más de una semana. Pero en los congresos no muestra este lado suyo. Ahí todo es jerga y estadísticas, índices de afinidad entre pares y la “mezcla de quejidos y disgusto”. Especialmente con los investigadores varones.

Una de las primeras cosas que aprenden los estudiantes de primatología es a evitar el antropomorfismo. Como los chimpancés se ven y actúan tan parecido a nosotros, es muy fácil malinterpretar sus acciones y expresiones; proyectar lo humano en donde no pertenece. Por ejemplo, sorprendo a Siberut mirando al cielo en lo que me parece una acción contemplativa, como si reflexionara sobre el elevado sentido de la vida. Lo que en realidad hace es reflexionar sobre los elevados frutos de saba. Pruetz me señala algunas ramas que están arriba de Siberut.

SIN EMBARGO ES IMPOSIBLE estar con los chimpancés, aunque sea poco tiempo, y no quedar pasmado por sus semejanzas con nosotros.

Hago una lista todo lo que he visto o leído, u oído decir a Pruetz, que ilustra esto. No sabía que los bostezos de los chimpancés son contagiosos, entre ellos y a los humanos. Sabía que los chimpancés se ríen, pero no que se enfadan si alguien se ríe de ellos. Sabía que los chimpancés en cautiverio escupen, pero no que ellos, al igual que nosotros, parecen considerar el escupir como la más extrema expresión de disgusto: un acto curiosamente reservado a los humanos. Sabía que si le das un gatito a un simio en cautiverio es capaz de cuidar de él, pero nunca había oído de un chimpancé salvaje que acogiera a uno, como lo hizo Tia con una cría de gineta. La lista continúa. Los chimpancés se levantan a mitad de la noche para comerse un bocadillo. Se acuestan sobre la espalda y juegan al “avioncito” con sus crías. Se besan. Se dan la mano. Se arrancan las costras antes de tiempo. El tabú del antropomorfismo parece extraño, dado que la cercanía –evolutiva, genética y conductual– entre ellos y nosotros es justo la razón por la que los estudiamos tan obsesivamente. Se han publicado más de mil estudios sobre ellos. Como alguna vez le dijo un colega a Pruetz, “Un chimpancé defeca en el bosque y se publica un artículo” (no es exageración. Hay uno que habla sobre el uso que hacen los chimpancés de las “servilletas de hoja”).

En cuanto a los chimpancés, les intriga muy poco la conexión simio-humano. Mientras nosotros los hemos estado observando, ellos nos han ignorado casi por completo, a veces han volteado sobre su hombro para mirarnos mientras se mueven por la maleza. No hay temor en esa mirada, pero tampoco curiosidad o algún tipo de inclinación a socializar. Es una mirada que simplemente dice “son ellos de nuevo”. Inclusive Mike. Sólo apartó su mirada de la mía y, deliberadamente –o eso parecía– se volteó para darme la espalda. En retrospectiva, diría que Mike me había estado mirando simple y sencillamente porque yo me encontraba en su campo de visión.

Los chimpancés empiezan a hacer sus nidos: rompen ramas con muchas hojas y las arrastran a las copas de los árboles. Pruetz esperará a que todos estén acostados antes de volver a la aldea. Nos sentamos a escuchar sus “gruñidos de nido”: llamadas suaves y hondas que parecen expresar nada más que la profunda satisfacción que se siente al final del día, en un cómodo lecho.

Cómo nos parecemos

Lea las entrevistas con Jill Pruetz y Frans Lanting sobre los chimpancés de Fongoli

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