domingo, 30 de noviembre de 2008

Los elefantes de Samburu

Los elefantes de Samburu:

Una historia de amor africana



Escrito por: David Quammen

Lazos familiares


Lev Tolstoi afirmaba que todas las familias felices se asemejan, mientras que cada familia infeliz lo es a su manera. Sin embargo, el gran novelista ruso no tuvo en cuenta a los elefantes, cuyas relaciones familiares son muy complejas, variadas y fascinantes, a pesar de las circunstancias relativamente afortunadas de la Reserva Nacional Samburu de Kenia.

Los elefantes de Samburu: Una historia de amor africana
REFUGIO SEGURO El río Ewaso Ng’iro brinda alivio refrescante en el límite sur de la Reserva Samburu, sobre todo en la temporada de secas, cuando desaparecen los charcos del altiplano. Entre una selva de patas y cuerpos, apretujada contra su madre, una cría se refugia del deslumbrante mundo. Cuidado: No pisen al bebé.
Foto de Michael Nichols, fotografo de National Geographic

El biólogo Iain Douglas-Hamilton se aproxima sigilosamente al paquidermo, una corpulenta hembra núbil y tímida a la que llaman Anne. La elefanta permanece semioculta entre los árboles en la parte más alta de una colina en los apartados rincones del norte de Kenia, donde vigila tranquilamente junto con varios miembros de su familia. Lleva al cuello un resistente collar de piel que, a la altura de la cruz, sujeta un transmisor electrónico, el cual ha permitido a Douglas-Hamilton, quien llegó a bordo de su Cessna, localizarla en aquel sitio abriéndose paso entre pastizales y acacias. Agazapado, el científico se aproxima lentamente con el viento en contra hasta una distancia de 30 metros. Anne sigue rumiando, como ajena o quizá indiferente a su presencia.

Los elefantes pueden ser peligrosos: se trata de animales asustadizos, complejos y, en ocasiones, violentamente defensivos, pero Douglas-Hamilton es un experto de renombre mundial que los ha estudiado desde hace 40 años.

Quiere dar un vistazo al collar que, según le han dicho, podría estar un poco apretado ya que Anne ha crecido desde que la sedaran con un dardo para instalar el dispositivo y registrarla como fuente de datos de investigación. Aunque Douglas-Hamilton suele proceder con cautela y observa a los animales desde el interior seguro de una Land Cruiser, en esta ocasión no dispone de un vehículo capaz de desplazarse por el terreno, y la comodidad y salud de Anne están en juego. El collar debe colgar con el contrapeso que pende de la parte inferior y él quiere asegurarse de que el nudo no le estreche el cuello como un dogal. Sin embargo, en ese momento Anne le presenta su altivo y elefantino trasero enmarcado por la espesura, así que se acerca un poco más.

Lo siguen otros tres hombres. Uno de ellos es David Daballen, su inteligente y joven protegido samburu, quien a menudo acompaña al jefe en diversas misiones. El segundo es un guía local armado con un Winchester calibre .308. El tercero soy yo. Mientras observamos el lento avance de Douglas-Hamilton, notamos que otra hembra, un ejemplar muy grande que posiblemente sea la matriarca del grupo, se mueve furtivamente hacia su flanco derecho. Nos agachamos para evitar la detección y permanecemos inmóviles. Mientras la hembra se aproxima, recelosa y desafiante, el biólogo sigue ajeno a su cercanía y Daballen empieza a ponerse nervioso. Está calculando –más tarde me explicará– la rapidez con que el animal podría embestirnos en aquella ladera rocosa y cubierta de escombros.

De pronto, la enorme hembra realiza una serie de acciones que denotan indiferencia, incluso desprecio: orina a chorros, defeca con desparpajo y se da la vuelta.

Anne emerge delicadamente de la maleza y se aproxima a Douglas-Hamilton a una distancia de 15 metros. Durante unos segundos, la joven hembra le brinda una vista de su amplia frente, las grandes orejas y sus lindos colmillos, como si posara para una sesión fotográfica. Luego se coloca de perfil y el biólogo enfoca la cámara haciendo varias tomas. Entonces ella también da vuelta y se aleja con lentitud. En esos breves segundos, la lente permitió constatar que el collar cuelga como es debido. Anne no corre peligro de estrangulación o alguna lesión de la piel.

Al retirarnos, con un rodeo de vuelta al vehículo, me asalta un pensamiento: ¡Así es como se hace! Hay que mostrar un poco de cautela y respeto, obtener la información necesaria, retroceder y todos felices.

Al cabo de cuatro décadas, Douglas-Hamilton conoce a la especie mejor que nadie en África. Sus estudios de campo y el amor por los elefantes le han permitido desarrollar una aguda percepción de la individualidad de esos animales, sus volátiles temperamentos, las señales sutiles, los rangos de personalidad e impulsos. Sin embargo, la interacción con Anne no me había preparado para el momento en que, unas semanas después, lo vería embestido, atrapado, derribado y a punto de ser destripado por el colmillo de un paquidermo.

Concluida la tarea, abordamos el Cessna de Douglas-Hamilton y volamos a poca altura sobre el perfil del paisaje. Así le gusta viajar: ¿Para qué elevarse 300 metros cuando puedes acariciar la topografía? Así que subimos y bajamos suavemente entre laderas rocosas, picos, áridas llanuras de acacias y ríos de arena mientras volvemos al noreste hacia un lugar llamado Reserva Nacional Samburu, en cuyo límite se encuentra una pista de aterrizaje de grava y, cerca de allí, el campamento. Llegaremos antes del anochecer.

La Reserva Nacional Samburu es una de las joyas poco conocidas del norte de Kenia. su Nombre proviene de la orgullosa tribu de guerreros y pastores de la que desciende David Daballen, entre otros. La reserva abarca un área relativamente pequeña, apenas 168 kilómetros cuadrados de sabana semiárida, colinas agrestes, lechos fluviales arenosos (que los lugareños llaman luggas) y bosques ribereños de acacias y palmeras de Doum junto a la margen norte del río Ewaso Ng’iro. La falta de caminos pavimentados y la escasa presencia de pastores samburu, permiten que la región esté repleta de vida salvaje. Por supuesto, hay leones, leopardos y guepardos, pero también cebras de Grevy, jirafas reticuladas, órices beisa, gacelas de Waller, avestruces somalíes, avutardas kori y gran diversidad de aves más pequeñas y llamativas como estorninos carunculados, viudas dominicanas y carracas de pecho lila. No obstante, las criaturas dominantes son los elefantes, quienes cumplen una función crítica en la conformación del ecosistema al descortezar o arrancar árboles para mantener despejada la sabana. Intimidan aun a los leones y cruzan tranquilamente las fronteras de la reserva, que los resguarda contra los peligros de la actividad humana en un entorno más amplio y ambivalente.

Dicho ambiente incluye la totalidad del distrito Samburu (donde se encuentra la reserva) así como zonas de otras tres demarcaciones, de las cuales la más importante es Laikipia: una colección de ranchos y santuarios privados de gran altitud, áreas comunitarias de conservación, trigales, cercados, laderas montañosas, valles fluviales, caminos y shambas (granjas familiares pequeñas) en el límite sur. Las regiones de hábitat para vida silvestre, producción de cultivos, ganadería y ocupación humana de Laikipia se yuxtaponen en un cuadro de mosaicos multicolores.

En contraste, Samburu tiene menos shambas y casi ningún cercado. El pueblo samburu, que habla un dialecto de la lengua maa, se mantiene reacio a renunciar a sus costumbres ancestrales (entre otras, la cría de cabras y vacas; ataviarse llamativamente –en especial los hombres jóvenes–, con cuentas, plumas y una especie de frazada roja llamada shuka, e incursiones armadas contra antiguos enemigos) para adoptar los usos modernos y timoratos como el desarrollo de cultivos. Tal tradicionalismo, combinado con la escasez de tierras fértiles y agua, amén de la creciente conciencia de los beneficios económicos del turismo, ha permitido que el distrito Samburu permanezca, hasta ahora, aislado de la intensiva transformación territorial observada en algunas partes de Laikipia. El ecosistema Samburu-Laikipia abarca alrededor de 28 500 kilómetros cuadrados y en él habitan cerca de 5 400 elefantes, la mayor población de Loxodonta africana que vive eminentemente fuera de las áreas protegidas de Kenia.

Las dimensiones de la población y su crecimiento actual (quizá de varios puntos porcentuales al año) demuestra que Samburu-Laikipia es un ambiente productivo y hospitalario para los elefantes, aunque también podemos aplicar otros dos calificativos: peligroso y complicado. Los paquidermos encaran algunos riesgos dentro de la gama de costumbres y condiciones estacionales cambiantes. Y lo mismo sucede con la gente. A veces estallan conflictos debido a la destrucción esporádica de cultivos o la muerte de una vaca cuando los elefantes incursionan en los campos; en ocasiones matan a un elefante; una persona resulta pisoteada o herida por un colmillo. Se deberán tomar decisiones pertinentes a la protección (¿Corredores para la migración de elefantes? ¿Sembradíos? ¿El derecho de los habitantes a seguir estableciendo nuevas granjas?) y lo que debe sacrificarse, y el objetivo de Douglas-Hamilton es proporcionar a los responsables de esas decisiones una información científica detallada, oportuna y, en consecuencia, más útil que la disponible hasta ahora. Aunque, a todas luces, no se trata del programa de investigación con el que empezó su carrera, la intención no ha cambiado a pesar de que ahora deba seguir el derrotero que marca el nuevo panorama.

“Si me hubiera preguntado, cuando tenía 10 años, qué quería hacer –comenta el biólogo–, habría respondido: quiero tener un avión, volar por África y salvar a los animales”. La aviación es parte de su herencia. Su padre, lord David Douglas-Hamilton, comandó un escuadrón Spitfire en la batalla de Malta y posteriormente murió en una misión de reconocimiento durante la Segunda Guerra Mundial; sus tres tíos también fueron pilotos distinguidos de la Real Fuerza Aérea (RAF, por sus siglas en inglés) y uno de ellos fue el primer hombre que, por simple gusto, voló en un biplano de cabina abierta sobre la cumbre del Monte Everest (llevaba ropa de abrigo). Pasada la guerra, la madre de Iain volvió a contraer matrimonio con un caballero bondadoso que leía relatos africanos con su hijastro y decidió vivir con la familia en Ciudad del Cabo, donde falleció repentinamente. Como estudiante de licenciatura en Oxford, quiso unirse al Servicio de Voluntarios de la RAF para seguir los pasos de su padre y tíos, pero fue descalificado por problemas de visión. Por suerte, la zoología no exigía una vista de 20/20.

“Para mí, la ciencia fue el pasaporte a la espesura –confiesa–, y no lo contrario. Me hice científico para vivir en África y explorar la selva”. Con expresión casi nostálgica, agrega: “Me habría gustado ser guarda forestal”. Pero, a principios de los años sesenta (poco antes de la independencia keniana), aquel cargo público estaba vedado a un joven escocés que no hablaba swahili, así que fue a Tanzania como investigador voluntario y le ofrecieron un proyecto en una pequeña región denominada Parque Nacional Lago Manyara. Se compró un viejo Piper Pacer de 150 caballos lo bastante rápido para rastrear grandes animales, y la práctica intensiva le permitió dominar el aterrizaje en pistas rocosas.

Luego, en Manyara, Douglas-Hamilton realizó el primer estudio formal sobre estructura social y conducta espacial de los elefantes (adónde van, cuánto tiempo permanecen en un lugar), para lo cual recurrió a la telemetría por radio. Ese trabajo le valió un doctorado en Oxford. Asimismo, fue el primer científico dedicado particularmente al estudio de elefantes individuales vivos más que a las tendencias poblacionales o al análisis de especímenes muertos. Hizo registros fotográficos de patrones visuales (muescas y perforaciones peculiares en las orejas, forma de los colmillos) para identificar a los animales en el campo y se compenetró con cada uno anotando sus características particulares, asignándoles nombres y observando sus interacciones sociales. Su ejemplar favorito era una gran matriarca llamada Boadicea, de largos colmillos que convergían casi hasta tocarse y quien hacía enfáticas amenazas de embestir, aunque era fácilmente disuadida con una actitud desafiante. El investigador fue testigo de la infancia de un macho llamado N’Dume, hijo de Slender Tusks (Colmillos Espigados); lo vio aprender a mamar, a usar su trompa para apacentar y (so pena de castigo) a evitar caerse en las charcas que su madre excavaba. Gracias a que podía identificar rasgos distintivos individuales, así como patrones generales de una población, Douglas-Hamilton se cuestionó las motivaciones de los elefantes. ¿Qué necesitaban?, ¿qué querían?, ¿cómo se reflejaban esos deseos en sus desplazamientos por el paisaje?, ¿cómo tomaban decisiones?

Douglas-Hamilton se casó con Oria Rocco, belleza italiana nacida en Kenia, y juntos regresaron a la selva de Tanzania, donde ella aprendió a compartir su vida en el campo y la pasión por los elefantes. Durante los setenta, escribieron un exitoso libro, Among the Elephants, y concibieron dos hijas resplandecientes. Las fotografías de aquella época muestran a Iain Douglas-Hamilton como un joven esbelto de cabello revuelto y decolorado por el sol, anteojos que le dan aire de intelectual, vestido con pantalones cortos y botas, a veces un chaleco de campo, pero sin camisa; piel intensamente bronceada y llevando una vida de riesgos entre amistosos paquidermos: una amalgama de Tarzán, Clark Kent y el doctor Doolittle.

Después llegó la cruenta época de finales de los años setenta y la década de los ochenta, cuando Douglas-Hamilton desempeñó un papel fundamental para alertar sobre un acontecimiento horrible: la matanza masiva de elefantes africanos. Por supuesto, la caza de paquidermos por sus colmillos no era novedad. Sin embargo, la cacería moderna, impelida por un súbito incremento en el precio del marfil y llevada a devastadores resultados por la eficacia de las armas automáticas, era de una escala muy distinta. Según uno de múltiples cálculos, Kenia perdió más de la mitad de sus 120 000 ejemplares entre 1970 y 1977. Las exportaciones de marfil del continente (sólo las legales para mercados importantes, sin considerar los menores o el contrabando) alcanzaron un total anual de 900 000 kilogramos. Con base en esos datos, Douglas-Hamilton estimó que la pérdida de elefantes en toda África excedía la cifra anual de 100 000 ejemplares, por lo que decidió tomar cartas en el asunto.

Con fondos de varias ONG para la conservación, organizó un estudio de gran impacto para evaluar el estado de las poblaciones de estos mamíferos en el continente. Envió cuestionarios a biólogos de campo, guardas de caza, conservacionistas y otros elementos bien informados solicitando cuentas o cálculos aproximados de las poblaciones locales y regionales, y él mismo realizó vuelos de inspección. A partir de los resultados, compilados en 1979, dedujo que África albergaba por entonces alrededor de 1.3 millones de elefantes y, aunque la cantidad pudiera parecer significativa, el problema estribaba en un detalle: la curva de tendencias apuntaba hacia abajo. Los elefantes africanos perecían a un ritmo insostenible, concluyó Douglas-Hamilton, lo cual ponía en riesgo la viabilidad de sus poblaciones.

Algunos expertos estuvieron en desacuerdo y argumentaron que las poblaciones de paquidermos se encontraban en perfectas condiciones o bien, sugerían que la información del escocés era poco fiable. La desavenencia persistió durante los ochenta manifestándose en una serie de reuniones argumentativas y luchas burocráticas que se conocieron como las Guerras del Marfil (la administración de poblaciones de elefantes sigue siendo un asunto complejo y contencioso; consulta el artículo Medida desesperada). Entre tanto, Douglas-Hamilton había dejado de lado sus estudios conductuales y dedicado varios años a investigar la condición de las acosadas poblaciones de Zaire, Sudáfrica, Gabón y otros países, realizando conteos desde el aire y trabajos detectivescos en tierra.

“Fue una época terrible. Pasé 20 años espantosos haciendo eso”, recuerda. No obstante, su peligrosa y lúgubre labor contribuyó muchísimo al apoyo brindado a la decisión de 1989, bajo los auspicios de la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas (CITES, por sus siglas en inglés), proscribiendo la venta internacional de marfil. A nivel personal, pagó un precio: angustia, años de vida perdidos, y la separación de sus hijas y de los elefantes vivos.

La labor en la Reserva Nacional Samburu refleja un nuevo papel en la vida de Douglas-Hamilton: mentor de jóvenes científicos. En 1997 llegó a la reserva con un estudiante a quien ayudó a establecerse allí, el estadounidense George Wittemyer, becario Fulbright interesado en estudiar las relaciones sociales de los elefantes. En aquella época, Douglas-Hamilton había fundado su propia organización de investigación y conservación en Nairobi, Save the Elephants (STE) y dotó al joven investigador de contactos, patrocinio y un par de tiendas de campaña de segunda mano con las que Wittemyer montó un sencillo campamento junto al río Ewaso Ng’iro, a la sombra de grandes acacias y cerca de una colina cónica. Tal como había hecho Douglas-Hamilton en Manyara, tres décadas atrás, Wittemyer comenzó a observar a los elefantes de la localidad identificando sus relaciones familiares y adjudicándoles nombres.

Como sucede en otras poblaciones de paquidermos, el control y la dirección de cada familia estaban determinados por la matriarca: una hembra de mayor edad, madre o abuela de la mayoría de los integrantes. Por ello, el nuevo investigador desarrolló un sistema nemotécnico, posteriormente adoptado por otros investigadores de Samburu, para organizar los grupos familiares por nombres, como Spice Girls (que incluye a Rosemary, Basil y Sage), las Primeras Damas (Eleanor, Martha, Lucy Kibaki y Jackie), las Ciudades Bíblicas (Babilonia, Nazaret, Jerusalén), la Realeza (Victoria, Cleopatra, Anastasia, Diana) y muchos más. En contraste, los machos suelen viajar solos o en sociedades del mismo género, así que los ejemplares de Samburu tienen nombres muy variados: Mungu, Gorbachev, Mountain Bull, Genghis Khan, Marley, etcétera. Unos 900 elefantes individuales utilizan la reserva de Samburu en el transcurso de un año.

El proyecto de STE redundó en un doctorado para Wittemyer, así como en un programa de monitoreo social y de conducta espacial, a largo plazo, para Save the Elephants. Onesmas Kahindi, de ascendencia masai y afiliación samburu, fue puesto al frente del estudio conductual, aunque luego encontró una tarea más afín a sus habilidades: recoger datos de mortalidad. Alto, encantador y conversador innato, Kahindi merodea el ecosistema como un agente viajero utilizando registros del Servicio para la Vida Salvaje de Kenia (KWS, por sus siglas en inglés) y una red personal de informantes locales, a fin de ubicar cada cadáver detectado de elefante (muerto por causas naturales o no). Mediante la documentación y el recuento de esas bajas, mantiene al día un sistema de detección crítico (parte de un programa internacional conocido como MIKE, siglas en inglés de Monitoreo de Matanzas Ilegales de Elefantes) que pretende combatir el repunte de la caza furtiva. Henrik Rasmussen, ecologista danés, complementó la labor de Wittemyer sobre la conducta de las hembras con un estudio de las estrategias reproductoras de los machos. David Daballen, mi compañero durante la visita a Anne, era un graduado de bachillerato con la capacidad para un doctorado y fue reclutado por Kahindi entre un grupo de guardas voluntarios, desempeñándose como asistente de campo hasta que Rasmussen reconoció su enorme potencial. A la fecha, Daballen ahora es administrador del campamento y coinvestigador del estudio conductual a largo plazo. Daniel Lentipo, otro samburu de la región, dotado de aguda vista y una memoria impresionante, se convirtió en el principal asistente de investigación de dicho estudio.

Daballen y Lentipo pueden reconocer, a simple vista, cerca de 500 individuos entre los 900 elefantes que pasan por la Reserva Nacional Samburu. Tras presenciar nacimientos, apareamientos, muertes y conductas grupales a lo largo de los años, también conocen a detalle sus historias familiares. Por ejemplo, Daballen me asegura que la magnífica hembra en la ribera sur del río, tan enorme que parece un macho, no es otra que Babilonia, matriarca de Ciudades Bíblicas con casi 50 años de edad; y que sus mamas están pletóricas porque va acompañada de su joven cría, así como de su hija mayor y su nieta. Señala que la hembra más joven que camina lastimosamente en tres patas es Babel, de la misma familia, quien tal vez quedó lisiada cuando un macho la montó siendo demasiado joven. Sin embargo, las otras Ciudades Bíblicas, siguiendo el ejemplo de la vieja Babilonia, se desplazan con lentitud para que Babel no se separe del grupo. Cuando Daballen observa a un ejemplar del ecosistema, lo que ve es un individuo cuya vida se integra a una matriz de relaciones e historias comunes.

Entre tanto, Douglas-Hamilton trabaja con otros jóvenes colaboradores en diversos aspectos de la dimensión espacial (el estudio de elefantes individuales que se desplazan a cierto lugar y cuándo lo hacen) utilizando la tecnología del sistema de posicionamiento global (GPS). Se puede decir que el estudio espacial es el complemento de alta tecnología de las observaciones conductuales de baja tecnología.

Douglas-Hamilton recuerda la primera vez que vio en acción una unidad GPS, en 1991, cuando unos amigos lo llevaron a Kenia y lo instalaron en un aeroplano para utilizarlo en el recuento de elefantes del Parque Nacional Tsavo. Aquella unidad GPS informaba la ubicación del avión, mientras que este rastreaba la ubicación de los animales. No obstante, señala, “fue toda una revelación ver cómo se desplazaban y movían en círculos, los patrones que seguían los elefantes”. Estos son importantes porque reflejan las decisiones informadas que toman los paquidermos acerca del lugar donde mejor pueden satisfacer sus imperativos más urgentes, lo que Douglas-Hamilton llama las tres “S”: sexo, sustento y seguridad. Y la tecnología GPS ofrece un medio para mapear dichos modelos en gran detalle. “Tan pronto como vi uno de esos aparatos –confiesa–, quise instalarlo en un elefante”.

Hoy en día, cerca de 20 paquidermos del ecosistema Samburu-Laikipia llevan collares GPS de Save the Elephants y los dispositivos más recientes comunican un punto de ubicación por cada elefante cada hora. La tecnología de los nuevos collares no sólo es compleja, sino también económica: para ahorrar costos, prolongar la vida de la batería y minimizar el peso, los mecanismos reciben información de posicionamiento desde satélites GPS, pero la transmiten en señales SMS (servicio de mensajes cortos) a Safaricom, la red de telefonía celular más importante de Kenia. En otras palabras, todos los kenianos tienen teléfonos celulares, incluso los elefantes. Esto significa que cada uno de los 20 animales rastreados envía un mensaje de texto a la computadora de Douglas-Hamilton cada hora de cada día informando: “Eh, Iain. ¡Aquí estoy!”.

En estos momentos, Save the Elephants lleva a cabo proyectos de rastreo GPS no sólo en Kenia, sino también en Malí, Sudáfrica y la República Democrática del Congo. Un descubrimiento importante derivado de este tipo de rastreo es lo que el biólogo escocés llama conducta de “tropelía”, término que se refiere al ocasional suceso en que un individuo o grupo de elefantes emprende la marcha a gran velocidad recorriendo, en poco tiempo, una larga distancia para ir de un lugar seguro a otro a través de una ruta peligrosa o al menos inhóspita. Un macho llamado Shadrack manifestó semejante conducta al desplazarse de las verdes montañas del macizo Marsabit, cruzando una aldea, para continuar por el desierto de Kaisut hasta la cordillera Mathews en la región centro-norte de Kenia, cubriendo 80 kilómetros en escasas 36 horas. Otro ejemplar, una hembra conocida como Señora Kamau, emprendió una tropelía aun más ambiciosa en dirección noreste desde Marsabit, recorriendo alrededor de 160 kilómetros en 48 horas hasta una solitaria región desértica cubierta de lava donde, de alguna manera, halló agua, alimento y seguridad en el paisaje áspero y marchito. Otro macho, Mountain Bull, realizó una serie de correrías de ida y vuelta, asombrosamente discretas, en las que se desplazó entre la segura ladera norte del Monte Kenya a través de un laberinto de poblaciones, trigales, caminos y un área protegida junto al cañón Laikipia, repitiendo el recorrido 14 veces en el transcurso de un año. Cada uno de esos animales portaba un collar y representaba lo que, posiblemente, fuera toda una manada de elefantes en tropelía. Las correrías a campo traviesa, registradas en el sistema de Douglas-Hamilton e interpretadas por este en colaboración con un eminente colega científico, Fritz Vollrath, de la Universidad de Oxford, han contribuido a definir los corredores de migración críticos del ecosistema Samburu-Laikipia.

Los puntos de información que han acumulado (hasta ahora hay casi 15 millones) han sido útiles para generar un registro de puntilleo espaciado que refleja los recorridos a gran velocidad, así como un moteado más compacto que representa los desplazamientos cotidianos de menor escala. El software desarrollado por Jake Wall, otro joven integrante del equipo, permite mapear la información y animarle con la vívida topografía keniana de Google Earth. De modo que si eres el mismísimo Douglas-Hamilton o conoces los códigos de acceso, cualquier mañana podrás encender tu computadora para ver adónde ha ido cada uno de los animales que portan el collar.

La estrategia goza de aceptación entre los responsables de tomar decisiones. Cuando visité al director del Servicio para la Vida Salvaje de Kenia (KWS, por sus siglas en inglés), Julius Kipng‘etich, en su oficina de Nairobi, observé que había dos mapas del país en la pared. Uno estaba tachonado de alfileres azules: patrullas para el combate de la caza furtiva, según dijo. El otro estaba surcado de sinuosas líneas, cada cual acompañada de una flecha direccional roja. “Las flechas son corredores de elefantes”, informó el director, agregando que aquella información le permitía ofrecer al gobierno sugerencias fiables para administrar la vida salvaje y proteger las tierras. Mientras hablábamos noté una línea roja solitaria que se extendía al noreste desde Marsabit hacia el corazón del desierto y me dije: “Allá va la señora Kamau”.

De los incentivos cardinales que determinan la conducta de los paquidermos (esto es, las tres “S” de Douglas-Hamilton: sexo, sustento y seguridad), el más difícil de calcular es el tercero. La búsqueda de alimento, agua y oportunidades de reproducción no siempre es tarea fácil pero, comparada con la búsqueda de seguridad, resulta bastante elemental. La seguridad verdadera y perdurable es imprevisible y esquiva, de allí que los lugareños hayan acuñado un vocablo para referirse a ella: neebei. Toda persona desea neebei: verse libre de peligro, amenaza, incertidumbre y temor, y no es antropomorfismo afirmar que cada elefante quiere lo mismo.

Incluso en el norte de Kenia, en pleno siglo XXI, con la proscripción del comercio de marfil y la mirada vigilante de KWS puesta en los cazadores furtivos, la vida de un elefante (sobre todo un macho de grandes colmillos) corre peligro. Un animal puede morir a manos de algún agricultor enfurecido cuyo sembradío destruyó, o un pastor enardecido que descubre una valiosa vaca eviscerada podría cobrar venganza con el primer elefante que se cruce en su camino. Hay quienes matan por el marfil, acribillando al elefante con balas de alto calibre para luego arrancarle la cara y cortar los colmillos que ofrecen en el mercado negro. Otras veces, el animal muere inesperadamente por razones que nadie se explica. Cuando visité Kenia por segunda ocasión, después de un mes de ausencia, Douglas-Hamilton me dijo que Anne, la joven hembra cuyo collar fuimos a revisar, había muerto.

Fue asesinada a tiros por personas y causas desconocidas, pues no habían tomado sus colmillos que, aunque pequeños, eran valiosos.

Una semana después visité los restos de Anne con Onesmas Kahindi, el encargado del censo de fatalidades. La encontramos (con ayuda de Iain, quien había sobrevolado la última posición GPS y atisbado los blancos huesos) en un valle encharcado con aguas de manantial al oeste de Laikipia, río arriba de un lago rectangular. Un buitre permanecía posado en el sitio, pero ya no quedaba mucho que despertara su interés.

El cráneo de Anne estaba salpicado de excrementos de ave. Su mandíbula, varias costillas, una escápula y otros fragmentos óseos yacían dispersos por el lugar junto con una embarradura de contenido gástrico herboso y un pedazo de piel desecada. Las articulaciones de la mandíbula tenían rastros de dientes de hiena. La zona apestaba a muerte, pero como nos aproximamos a favor del viento, no percibimos el olor hasta que la vimos. Había fallecido hacía como tres semanas así que, como las hienas, las larvas y las moscas habían hecho su trabajo y desaparecido. Kahindi midió un molar, tomó fotografías y, mientras anotaba los datos, el cielo encapotado finalmente dio paso a la lluvia vespertina.

Anne había tomado decisiones y una de ellas la condujo a ese reducido valle, quizá por su agua y buena pastura. Pero entre las cosas que halló, no hubo neebei y los detalles de su desgracia eran inescrutables. Aunque perseverante trabajador por la conservación de los elefantes, Kahindi no era un sentimental. Cerró su bolígrafo y anunció: “Listo. Ahora tenemos que ganarle a la lluvia”.

Todo se reduce a las decisiones. Los elefantes son inteligentes, saben qué necesitan y en general dónde obtenerlo; de no ser así, la madre o abuela se encargan de enseñarles. Al parecer, también calculan riesgos. Pueden ser peligrosos, aunque prefieren evitar conflictos con otras criaturas grandes y amenazadoras como leones o personas; después de todo, son herbívoros y sólo matan cuando deben defenderse o son presa de la confusión, el pánico y la desesperación de ver sus necesidades insatisfechas. Han aprendido a vivir en los espacios que dejan las granjas y los asentamientos humanos del ecosistema Samburu-Laikipia con menos conflictos y una tolerancia mutua muy superior a la existente en otros territorios que merodean. Douglas-Hamilton siempre hablaba conmigo reflexivamente de esas cosas, tanto antes como después del día en el que hice que una elefanta casi lo matara.

Esto fue lo que ocurrió. Una tarde se detuvo en mi tienda a preguntar si quería acompañarlo en el vehículo para ver a unos elefantes antes del ocaso. A menudo se gratificaba de esa manera luego de ocho horas de arduo trabajo en el escritorio. En aquella ocasión le propuse caminar.

Sabía que no era aconsejable recorrer a pie la reservación, pero ¿no podríamos, al menos, subir por la pequeña colina cónica que estaba detrás del campamento? Sí, por supuesto, repuso; y eso hicimos. Nos deleitamos con la magnífica vista occidental desde la cima rocosa, con el fulgor pardo del Ewaso Ng’iro serpenteando río abajo entre riberas erizadas de palmas y acacias. Justo al norte había una colina más grande, un montículo doble conocido como Elefante Dormido. ¿Alguna vez había subido allí?, inquirí. No, respondió, con una chispa pícara en la mirada…, pero lo haríamos esa tarde.

Y así, emprendimos la marcha hacia el montículo: dos hombres blancos de mediana edad, y un joven y escuálido samburu llamado Mwaniki, quien cargó con sus cuentas y su shuka para acompañarnos, a petición del escocés. Habíamos andado unos cinco minutos entre la maleza, alta y rala, cuando vimos a los animales frente a nosotros: una hembra con dos crías. Nos detuvimos a contemplarlos desde una distancia prudente hasta que nos pareció que se retiraban, y entonces proseguimos. Unos segundos después Mwaniki susurró una advertencia y levantamos la mirada para descubrir que la madre nos observaba, enfurecida, como a unos 60 metros al frente. Había desplegado las orejas y estaba muy agitada. Aunque 60 metros puedan parecer una distancia respetable, no lo son en términos del espacio personal de un paquidermo. La hembra, barritando con furor, se lanzó a la carga.

Me di vuelta y eché a correr como un tonto. Mwaniki hizo lo propio y corrió cual gacela. Douglas-Hamilton se volvió y emprendió la carrera, pero reconsideró la situación y, dándose vuelta con los brazos extendidos, gritó para tratar de detener al animal. La estrategia funciona en ocasiones; algunos elefantes aparentan embestir o lo hacen sin verdadera intencionalidad, de modo que es posible disuadirlos con un audaz desafío. Pero aquel ataque no era fingido. La hembra barritó una vez más y siguió avanzando. Douglas-Hamilton se volvió de nuevo y corrió.

Para entonces, yo le llevaba una delantera de 20 pasos y Mwaniki había desaparecido. A la velocidad con que se desplazaba, tal vez se encontraba ya a mitad del camino a Lamu. Pero no; después nos enteramos de que había enfilado directamente al campamento gritando en samburu: “¡Etara lpayian ltome!”, que significa: “¡Un elefante mató al viejo!” La noticia, aunque prematura, provocó que la gente acudiera de inmediato al lugar de los hechos.

Mientras tanto, la elefanta había conseguido apresar a Douglas-Hamilton cuando este trataba de esquivarla rodeando un arbusto. Desde 15 metros de distancia, la vi levantarlo con la trompa y lanzarlo como si fuera una palada de tierra. Él pronunció una única y lastimera palabra: “Ayuda”. La elefanta dio un paso adelante y estoqueó hacia abajo con los colmillos. La alta hierba ocultaba el cuerpo de Douglas-Hamilton y no pude ver si lo había ensartado. Luego, el animal retrocedió unos 10 pasos y se detuvo. Más tarde, el escocés confesó que fue, en ese preciso momento, cuando se preguntó si iba a morir.

Pero la hembra dio vuelta y se alejó resueltamente a reunirse con sus crías.

Corrí hasta él y, para mi sorpresa, no tenía las vísceras colgando como ratatouille. Había sufrido algunos rasguños; estaba aturdido, vapuleado y descompuesto; había perdido zapatos, gafas y reloj; pero se encontraba bien. Palpé sus costillas: no tenía heridas de colmillo. Lo ayudé a ponerse de pie. Y entonces, una docena de personas llegó corriendo o en vehículos del campamento.

Más tarde, tratamos de descifrar lo ocurrido. Hubo muchas manifestaciones de alivio y culpa (sobre todo de mi parte, porque insistí en que camináramos, pero él se negó a escuchar una palabra más al respecto y se responsabilizó del incidente), y abundaron las hipótesis. Con la ayuda de Daballen y Lentipo, el biólogo llegó a la conclusión de que la hembra de marras debió ser Diana, de la Realeza, quien estaba en compañía de sus crías jóvenes. Quizá la sobresaltamos porque tenía el viento a sus espaldas y, en consecuencia, no pudo olfatearnos cuando nos aproximábamos. Tal vez sintió temor por sus retoños. A lo mejor se puso nerviosa por la aparición de un macho ansioso o un león justo antes de nuestro disparatado arribo. Le preguntó a su gente si en el expediente de Diana había antecedentes de comportamiento belicoso. Nada.

Diana. Era “sólo” una elefanta más: sensible, volátil y compleja. Aunque violenta, su conducta de aquella tarde estuvo matizada. Tomó una decisión en el último momento: optó por no matarlo. Y nadie, ni siquiera Iain Douglas-Hamilton, con su magia tecnológica y su vasta experiencia, podrá jamás entender la razón.

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