domingo, 30 de noviembre de 2008

TARAHUMARAS

Tarahumaras,

un pueblo aparte



Escrito por: Cynthia Gorney


Los tarahumaras de México evitaron a los conquistadores españoles en el siglo XVI, pero, ¿serán capaces de sobrevivir los embates de la modernidad?

Tarahumaras, un pueblo aparte National Geographic


Juan Daniel Reyes Moreno tocará su tambor de piel de cabra y reproducirá antiguos ritmos durante todo el día, contribuyendo así a que las festividades de Pascua en Choguita alcancen su clímax. Una cuenta centrada en la cuerda crea un sonido singular. Tres semanas antes de la fiesta comienza a escucharse el eco perturbador del staccato de decenas de tambores que resuenan en los muros del cañón por todo el territorio tarahumara.


Foto de Robb Kendrick



Cada una de las estrellas que brilla en el firmamento nocturno es un indio tarahumara, cuyas almas (los hombres tienen tres y las mujeres cuatro, dado que ellas producen vida nueva) se han extinguido finalmente. Estos son elementos que tanto antropólogos como sacerdotes residentes nos comparten acerca de las creencias de los integrantes del pueblo tarahumara, que se denominan a sí mismos rarámuris, y quienes habitan en los cañones de la Sierra Madre Occidental del norte de México y por encima de estos, donde se replegaron huyendo de los invasores españoles, hace cinco siglos. Los españoles no sólo tenían armas de fuego y caballos, sino pelo en el mentón, un rasgo que resultaba perturbador. Su presencia dio origen a la palabra rarámuri chabochi, que hasta la fecha significa cualquier persona que no sea tarahumara. Chabochi no es exactamente un insulto, sólo una forma de dividir el mundo. Su traducción literal, que resulta muy útil para evocar la relación actual entre los tarahumaras y el resto del México del siglo XXI, es “persona con telarañas en el rostro”.



El tarahumara es un pueblo reticente y reservado cuyos integrantes viven a mucha distancia entre sí en pequeñas casas de adobe o madera, o en cuevas o chozas situadas bajo salientes, de suerte que la roca misma suministra el techo. Elaboran una cerveza de maíz, el cual cultivan en pequeñas milpas que aran a mano, y en días de festejar se reúnen para pasarse la bebida de una persona a otra, tomando tragos de una jícara hasta volverse volubles, soñadores o beligerantes y se recuestan en el suelo para dormir la mona. Son extraordinarios corredores de resistencia, porque han vivido durante generaciones en medio de una red de transporte de estrechos senderos que atraviesan los cañones; rarámuri significa “el de los pies ligeros” o “el que camina bien”, y se sabe que este pueblo irrita a los ultramaratonistas estadounidenses porque los vencen calzados con huaraches y se detienen de vez en cuando para fumar.



Consideran su trabajo necesario para la supervivencia, pero carente de méritos morales intrínsecos y, a la vez, secundario con respecto a las obligaciones espirituales y otras cuestiones del alma. Su economía tradicional se realiza por medio del trueque, no de dinero en efectivo; tienen una palabra para compartir que no tiene traducción directa al español: kórima, una tarahumara puede pronunciarla abriendo la palma de la mano para pedir lo que un chabochi llamaría limosna. Sin embargo, ella no dirá un “gracias” por la moneda donada, dado que kórima supone la obligación de distribuir la riqueza en beneficio de todos.



También comen mucha sopa Maruchan, los tallarines instantáneos japoneses. Además, papas fritas en bolsas de papel aluminio, Coca-Cola en envase de un litro y cerveza Tecate en lata; uno puede pasarse seis horas desplazándose de un lado al otro a bordo de un vehículo todoterreno hacia los confines más remotos de un cañón de la región de los tarahumaras, tomando curvas muy cerradas sobre caminos de tierra que se desmoronan, saliendo directamente a precipicios, hasta que el camión llega hasta la ultimísima parada, el sol se pone, el humo serpentea desde apartadas chimeneas y el sonido de los tambores ceremoniales asciende desde algún lugar recóndito, allí, a lo largo de los senderos hay dos botellas de gaseosa vacías y un envase vacío de sopa Maruchan. Estos elementos permiten poner freno a la romántica imaginación chabochi. Según el conteo más reciente del gobierno, en México viven 106 000 tarahumaras, lo cual los convierte en uno de los grupos indígenas más numerosos de América del Norte; la mayoría de ellos viven en un aislamiento relativo en la región que México promueve como Barrancas del Cobre, pero tanto el nombre del lugar como la imagen de sus habitantes bosquejada por las organizaciones de turismo (“Llevan una vida sencilla que no ha sido perturbada por la tecnología moderna” se lee en una reseña en internet) resultan ser fragmentarias, se quedan cortos y resultan engañosas bajo el lustre de su empaque.



Por ejemplo, la Barranca del Cobre o el Cañón del Cobre es, de hecho, sólo uno de una decena de enormes cañones de esta parte de la Sierra Madre. Varios de ellos son más profundos que el Cañón del Colorado, y el comercio chabochi, lícito e ilícito, los está presionando. El narcotráfico utiliza crecientemente los cañones para el cultivo de marihuana y opio, desplazando los sembradíos de maíz, frijol y calabaza de las familias tarahumaras. Las tentativas del gobierno por llevar caminos y libros de texto a las comunidades tarahumaras traen consigo tequila barato, rufianes y armas de fuego, y toda la comida chatarra. El atuendo tradicional de los varones consta de anchos pañuelos que llevan en la frente y calzones que dejan las piernas al descubierto, incluso cuando hace muchísimo frío, pero ahora muchos de ellos llevan pantalones de mezclilla y sombreros vaqueros, botas puntiagudas en cuero teñido para hacer juego con sus cinturones. Casi todas las mujeres aún llevan pañoletas multicolores en la cabeza y largas faldas con estampados de flores o plisadas en colores intensos, o también faldas ondulantes en colores pastel, llamadas sipuchakas de pliegues que parecen elaborados cortinajes. Pero ahora algunas de ellas también llevan pantalones de mezclilla.



Está programada la construcción del primer aeropuerto comercial de la región en Creel, antiguo centro maderero cuya economía actual depende del ferrocarril panorámico que pasa por la ciudad. Funcionarios de Chihuahua, estado mexicano que abarca casi todo el territorio de los tarahumaras, buscan allegarse a inversores privados para la propuesta de construcción de un complejo al borde de la barranca: saltos en bungie, un teleférico tipo góndola sobre el abismo, más hoteles y una “aldea india” para la presentación permanente de “ritos, ceremonias e indumentaria”, que habrá de construirse aún más al oeste de la ruta del ferrocarril, a lo largo de lo que hoy es un mirador para turistas atestado de vendedores tarahumaras. Casi todos son mujeres y niños, ofrecen canastas y tejidos hechos al gusto de los turistas. Niñas sostienen puñados de pulseras al tiempo que repiten la primera palabra española que aprendieron: “¿Compra?”.



El plan de desarrollo de las Barrancas del Cobre está plagado de incertidumbre y controversia: ya se ha retrasado muchas veces la construcción del aeropuerto, y continúan los debates ambientales, en especial debido a que toda la región de la sierra padece de sequía periódica (las promesas de obrar con sensibilidad ecológica no habían tenido eco la primavera pasada, cuando todas las personas con las que me reuní, incluso funcionarios del gobierno, sabían que durante años uno de los hoteles de la zona había descargado sus aguas negras en el cañón más cercano; da la casualidad de que el propietario, quien insiste en que se están llevando a cabo reparaciones sépticas, es un ex director de turismo del estado). Sin embargo, ocurre una tragedia más universal en toda la Sierra Tarahumara, como se denomina el territorio. Con o sin el aeropuerto, el México contemporáneo está penetrando una cultura indígena que en gran medida había logrado mantener a raya a los forasteros.



La enfermera de la clínica del poblado de San Rafael, situado en la Sierra Madre, mujer tarahumara de 35 años y medio de nombre Lorena Olivas Reyes, dice que sus pacientes tarahumaras ya están tan chabochiados –el término empleado en la sierra–, que no tiene que inventar una nueva construcción en rarámuri para el término “hipertensión arterial”, que no existe en esa lengua. Puede emplear el español cuando les explica a sus pacientes que ellos, como los chabochis, padecen ahora de hipertensión arterial. Lorena tiene pómulos marcados y una abundante cabellera negra que le llega hasta la cintura y que peina en un prolijo chongo cuando está en el trabajo, en San Rafael.



Lorena emigró, cuando tenía 13 años, del lugar donde se crió, un asentamiento tarahumara llamado Guagüeyvo localizado en el muro de un cañón. Literalmente escaló para salir –entonces no había camino, y el sendero de salida desembocaba directamente a la ladera del cañón– porque le encantaba aprender, y los grados escolares siguientes estaban en una escuela a demasiadas horas de distancia incluso para que una niña de pies ligeros las recorriera a diario. Me enteré de esto el día en que Lorena y yo convencimos a un carpintero de San Rafael para que nos llevara en su camioneta a las dos y a los tres hijos varones de Lorena.



Era el jueves de la Semana Santa, los días anteriores a la Pascua que marcan la época más sagrada del año tarahumara. Sacerdotes jesuitas introdujeron el cristianismo en la Sierra Tarahumara a comienzos del siglo XVII, pero fueron expulsados un siglo más tarde, cuando tensiones políticas dieron lugar a que los españoles expulsaran de la Nueva España a todos los miembros de la Compañía de Jesús. Cuando los jesuitas volvieron a principios del siglo XX, la doctrina religiosa tarahumara se había convertido en un sincretismo profesado con fervor y que combinaba la liturgia católica con la antigua fe, y el cual prevalece en gran parte de la Sierra Madre. Durante la Semana Santa suceden en los cañones cosas que sobresaltarían a la mayoría de los forasteros católicos que los visitan por primera vez: hay una parte con una efigie de Judas que un recién llegado dudaría en permitirle mirar a un niño pequeño; y los fariseos, los judíos santurrones de la época bíblica, asumen los papeles principales en festividades en las cuales incluyen carreras, toque de tambor, danza, bebida y batalla. Todo ello forma un intenso espectáculo, en ocasiones los hombres se pintan el rostro y el torso con fieros dibujos blancos puntillistas, y, cada primavera, las ceremonias, que duran toda la semana, atraen a la sierra a miles de visitantes. No van a Guagüeyvo, sin embargo, dado que ni siquiera figura en algunos mapas. La comunidad entera está formada por asentamientos dispersos alrededor de un lugar cóncavo rodeado de setos y precipicios. Al anochecer nos sentamos en torno a una larga mesa en la cocina de la familia de Lorena y comimos tortillas calientes que su madre, Fidencia, tomaba de la estufa y dejaba caer sobre un plato de plástico.



— ¿Cómo va el bailable –preguntó Lorena.


—El fariseo principal cayó y se rompió la pierna –respondió Fidencia.


Conversaban en español, idioma que Fidencia aprendió en la escuela primaria rarámuri, situada a varias horas a pie de la cueva donde nació, antes de que se casara con el padre de Lorena, Catarino Olivas Mancinas. Él es descendiente de un minero, de una familia que no es tarahumara aunque sus orígenes que se remontan muchísimo en la Sierra Madre. La casa a la que le sigue agregando partes está entre las más bonitas de Guagüeyvo: recámaras extra con colchones para los hijos adultos y los nietos que también viven allí, además de pisos de concreto y un porche con asientos extraídos de automóviles que hacen las veces de sofás. También hay un pequeño panel solar que, cuando cae la oscuridad, ilumina un par de lámparas amarillas que zumban; hace tres años terminó por fin de construirse un camino hacia Guagüeyvo, su superficie de tierra era apenas lo suficientemente ancha para el suministro de postes eléctricos, pero estos aún no funcionan. Le han informado a Fidencia que pronto tendrán electricidad. Cuando esto suceda, Lorena le llevará un frigorífico.



Este frigorífico era algo que había que contemplar. Yo sabía el aspecto exacto que tendría: negro y brillante. Pertenece a Lorena, y hoy en día está en su cocina en San Rafael, donde hay un par de calles pavimentadas y la mayoría de las casas tienen conexiones eléctricas y retretes con descarga de agua. Hacía un año desde que Lorena y Fidencia se habían visto y, aunque su reunión fue reticente –Fidencia avanzó torpemente hacia su hija asintiendo con la cabeza y aceptando un leve abrazo–, Fidencia permanecía ahora junto a Lorena al tiempo que las dos amasaban las tortillas y las echaban sobre la estufa. El maíz de las tortillas era de la cosecha anterior. Esa mañana Fidencia había traído granos de maíz azul, los remojó el en agua de la cisterna exterior, los pasó por el molino manual colocado en el porche y los aplastó en un metate hasta producir nixtamal; había traído el metate de la cueva familiar y era igual al que había utilizado su abuela, y también su tatarabuela. Después, Fidencia salió de nuevo para traer un atado leña de una pila y encender el fuego de la estufa de hierro.



Las tortillas eran gruesas y estaban deliciosas. Esa mañana Fidencia había tomado un pollo del gallinero, lo había decapitado, desplumado y desmembrado antes echarlo en la olla, de modo que se percibía el aroma de caldo hirviendo, carne y sopa de verduras. Llevaba puesta una falda floreada de color rosa, una sudadera azul brillante y un pañuelo atado debajo de la barbilla. Sus brazos se veían tan fuertes como los de un levantador de pesas. “¿Sabe cómo me quito el cansancio cuando estoy trabajando? –Me preguntó más tarde Lorena–. Me digo a mí misma: ‘Mi madre está más cansada que yo’”. Escuché decir a uno de los jesuitas que la creciente red de caminos habilitados para camiones estaba causando que los tarahumaras perdieran su resistencia para recorrer grandes distancias, ya fuera en carrera o caminata y, ahora, con la boca llena de tortilla bajo la dorada luz del fuego de la estufa, me encontraba vislumbrando la electricidad en Guagüeyvo como un apilamiento de objetos metálicos chabochi de los cuales salían cordones: molinos con botones pulsadores, relojes digitales, secadores de pelo, el flamante refrigerador negro, la TV transmitiendo telenovelas entre comerciales de rímel y jabón para ropa. Le pregunté a Fidencia cómo reaccionaría si alguien trajera todos estos elementos a su casa, y dejó de mirar a su hija el tiempo suficiente para pensar en mi pregunta un momento, solemne pero amable, como si estuviera tratando de descifrar si yo podía ser tan estúpida como aparentaba. “Eso sería muy bueno”, afirmó.



La elección de la Sierra Madre como retiro estratégico resulta hoy en día tanto un don como una carga para los tarahumaras. Sus antepasados no eran cobardes ni pacifistas; los relatos históricos narran violentas rebeliones entre los tarahumaras en centros misioneros y mineros menos remotos, donde los colonizadores los utilizaban como mano de trabajo bruta al tiempo que procuraban obligarlos a llevar una vida al estilo europeo. Pero como pueblo, los tarahumaras sobrevivieron en gran medida debido a lo que un sacerdote de la sierra me describió como un don para las maniobras evasivas.



Sin embargo, la topografía que volvió tan inaccesibles las tierras tarahumaras para los conquistadores las volvió irresistibles para una sucesión de saqueadores. Los picos y cañones contenían plata y otros minerales que atrajeron a mineros desde el siglo XVII; el bosque, a madereros que lo arrasaron y a la larga construyeron, bajo la dirección inicial de un ingeniero estadounidense a finales del siglo XIX, un ferrocarril para transportar el botín. La construcción duró cerca de 80 años; la vía que serpentea por la Sierra Madre, con sus altos puentes y múltiples túneles, es una maravilla de la ingeniería ferroviaria. Hoy en día, esta madera es transportada en camiones y ahora el tren principal que utiliza la vía férrea de la Sierra se llama Chihuahua-Pacífico o, más coloquialmente, el Chepe.



Los tarahumaras y otros lugareños viajan habitualmente en la segunda clase del Chepe, para desplazarse a los poblados o a la pisca de fruta más alla de las montañas. Pero la verdadera ganancia monetaria del Chepe proviene de los forasteros, mexicanos y extranjeros, que asoman la cabeza por las puertas de los vagones del tren y descienden de este para admirar el paisaje, donde la primera contemplación de las barrancas es tan sorprendente, una presentación tan deslumbrante –la etiqueta de “cobre” no proviene del mineral, sino más bien de los luminosos colores que reflejan los enormes precipicios iluminados por el sol–, que el próximo recurso explotable resulta obvio: la grandiosidad. Uno parpadea, lo asimila y piensa: Esto es tan hermoso. Hay demasiadas personas adineradas que desean una parte de esto, incluso todo el país de México, hambriento de desarrollo. No es un combate justo.



Estudiosos de los tarahumaras afirman que su cultura es notable por su tenacidad, que durante siglos ha evadido una forma de interferencia chabochi después de otra, esa es la razón por la cual la lengua sigue siendo vigorosa, las creencias religiosas intensas y por la que tantas mujeres siguen vistiendo la pañoleta y la falda larga. Alguna vez observé una carrera femenil en las afueras de un enclave rarámuri, de lúgubre aspecto, situado en la ciudad de Chihuahua, adonde miles de tarahumaras han migrado para habitar guetos cerrados que abarcan manzanas enteras. Los tarahumaras suelen correr a la usanza tradicional, la gente se reúne para apostar animales u otras posesiones a los ganadores. Los hombres compiten en carreras de distancias sorprendentemente largas, llevan huaraches o van descalzos, pateando todo el tiempo una esfera de madera del tamaño de una pelota de beisbol. Cuando las mujeres corren, lanzan y atrapan aros con unas varas largas –y así corrían las niñas y las jóvenes por las calles de Chihuahua–, los huaraches resuenan en el pavimento, y sus faldas golpean contra sus pantorrillas.



Sin embargo, el montículo estaba sobre una acera de concreto. Detrás de este, la maraña de viviendas estaba tan atestada como las edificaciones que había visto utilizar a los tarahumaras para guarecer cabras. Hay maestros y carpinteros dentro de los diminutos departamentos en los enclaves rarámuris y los ancianos residentes, a quienes respetuosamente se defiere en cuestiones de dirección comunitaria, así como estudiantes universitarios que cursan la especialidad en antropología o ingeniería industrial. Hay también, sin embargo, trabajadores al servicio del narcotráfico, todo el mundo lo sabe, y adolescentes repatingados contra los muros con las viseras de las gorras hacia atrás, y personas que inhalan pegamento, además de mendigos, niñas que tienen hijos a los 13, y casos de diabetes que acompañan la obesidad y la hipertensión causadas por la comida chatarra. Tampoco estos son azotes enteramente urbanos: en Guagüeyvo me reuní con un joven médico chabochi quien mantenía en la pared un cuadro de los casos de desnutrición en niños menores de cinco años; 60 casos la primavera pasada, me dijo, la consecuencia combinada de la pobreza, el agotamiento de cosechas y padres alcohólicos demasiado embotados por la cerveza de maíz o el alcohol transportado en camiones como para entender que sus hijos no están recibiendo el alimento suficiente.



“La vida de los tarahumaras ha cambiado más en los últimos 20 años que en los 300 anteriores”, me confió un sacerdote de Creel, llamado Pedro Juan de Velasco Rivero. Él forma parte de un grupo de jesuitas, establecido en la sierra, que hacen las veces de clérigos itinerantes e intermediarios entre tarahumaras y chabochis (muchos hablan un rarámuri excelente), y hoy en día se hallan entre los más firmes críticos en México de los efectos de la cultura chabochi en los tarahumaras. Fuera de la oficina de turismo estatal es difícil encontrar alguien en Chihuahua que crea sin reservas en el proyecto de desarrollo de las Barrancas del Cobre, su inmenso andamiaje de vidrio y acero en el borde del cañón, así como sus entusiastas estimaciones de las dimensiones del posible mercado de visitantes: 7 200 millones provenientes de Estados Unidos, declara un folleto en su encabezado, otros 5 500 millones de México. Sin embargo, escuché decir a chabochis, e incluso a unos cuantos tarahumaras, que la región podría beneficiarse de este impulso económico, la construcción de algunas instalaciones turísticas y un aeropuerto en la localidad. La pobreza no es noble, dijo con vehemencia el propietario de un hotel de Creel, incluso cuando mora en cañones espléndidos y viste hermosas faldas.



A lo cual los sacerdotes responden: Los empleos de limpieza, con hermosos cuadros de tarahumaras en los muros de los vestíbulos, no representan ningún avance. “No finjan que estos son proyectos para ayudar a los tarahumaras –afirma Velasco secamente–. Son para atraer turistas y aumentar las ganancias privadas. Una ‘aldea tarahumara’, en realidad, es un absurdo, una mentira. Un teleférico que atraviese el cañón sería una profanación. Además, esta es una zona sin agua; un nuevo hotel utilizaría más agua en un día de la que consume una familia tarahumara en un año. Con lo que el gobierno está alistándose a invertir en hoteles, podrían dotar de agua potable a todos los tarahumaras, lo cual sería mucho más útil para ellos que crear una aldea falsa donde puedan vender productos”.



Después de oscurecer en Guagüeyvo, la noche anterior al Viernes Santo, la gente comenzó a reunirse afuera de la iglesia, situada a casi un kilómetro de la casa de los padres de Lorena, frente a un maizal de barbecho y una hondonada rocosa. El sonar de los tambores no ha cesado; continuaría intermitentemente toda la noche y durante las siguientes 51 horas. Antropólogos, tarahumaras de otras comunidades y los parientes de Fidencia en la cocina me habían explicado los ritos de Semana Santa, aunque sus versiones no coincidían mucho entre sí. El sonar de los tambores, por ejemplo: Comienza hasta tres semanas antes de la Semana Santa, por toda la Sierra Madre; una mujer de voz suave que removía un potaje para el almuerzo en una escuela rarámuri me había dicho que el sonido evita que Dios se quede dormido, porque en esta época del año es cuando el Diablo se acerca más.



Cuando le conté esto a Fidencia, me respondió algo así: “Qué interesante –como para complacer a la chabochi, y se encogió de hombros–. Tocamos el tambor porque es el momento de tocar el tambor”, señaló. Los fariseos se aplican pintura en el cuerpo; los soldados en sus vestuarios llevan espadas de madera decoradas; las enramadas cargadas en andas llevan a Jesús y la virgen; la efigie de paja de Judas (de forma sorprendente, uno no puede más que advertir que sugiere la reciente ingestión de grandes dosis de Viagra) son elementos de la Semana Santa que se reproducen por toda la Sierra Madre, el relato de la crucifixión superpuesto a ceremonias de la época de siembra, catarsis del bien sobre el mal y veneración precristiana por la lluvia, el Sol y la Luna.



Cuando Lorena y yo comenzamos nuestra marcha por el maizal, la luna ya estaba llena. Me había puesto una falda y atado una pañoleta que cubría mi cabellera, con el deseo de parecer respetuosa, y Lorena, que vestía los mismos pantalones vaqueros de pana de todo el día, me miraba llena de reproche. “Te engalanaste –dijo suspirando–. Bueno, está bien”.



Entró de nuevo en la casa y salió vestida de falda y con una pañoleta, pero la tenía atada en la cabeza, no anudada bajo la barbilla. Mientras caminábamos bajo la luz de la luna hacia el cementerio, donde los primos de Lorena golpeaban los tambores de piel de cabra y bailaban en hileras serpenteantes, quitaba las piedras del camino con sus zapatos deportivos. “Pero no me pondré huaraches –afirmó–. Se me meten demasiadas piedras”.



Es tan fácil absorber esto de determinada manera, la mujer que ha recibido distintos legados, que batalla con su propia identidad, y así sucesivamente. Pero el padre de Lorena ya estaba en el cementerio, tocando una flauta de madera tarahumara con los ojos cerrados mientras unos hombres con el rostro pintado trazaban a su alrededor una parra a partir de saltos pausados. Él y su hermano gemelo ayudaban a dirigir las ceremonias de la Semana Santa. Ellos aún pertenecen a Guagüeyvo, Lorena no, ya no, porque desea para sí y sus tres hijos pequeños lo que el aislamiento y la insuficiente escuela primaria del cañón no pueden suministrarles. Después de comenzar a trabajar como enfermera, volvió a casa por cinco años, asignada en la pequeña clínica que el estado había construido junto a la escuela de Guagüeyvo. Le ofrecieron permanecer ahí. Ella eligió no hacerlo. Ya no posee ninguna falda rarámuri que le quede.



“Soy una indígena”, me dijo Lorena entrada la noche, cuando nos sentamos a charlar; lidiábamos con la idea de la identidad, lo que significa pertenecer a una cultura u otra, y lo fácil que resulta enredar las cosas: ¿Cuándo los intentos por preservar una cultura indígena comienzan a atrapar a las personas en una noción romántica de lo que se supone que debe ser la cultura? A Lorena no le provoca entusiasmo alguno el plan de desarrollo para las Barrancas del Cobre; limpiar habitaciones no es el tipo de trabajo que la gente necesita, menciona, y se siente intranquila al observar a los vendedores rarámuris de artesanía, solemnes y pintorescos, mientras los turistas les toman fotos. Sin embargo, los motivos no son sentimentales: no ganan el dinero suficiente. Deberían cobrar más por lo que hacen. Y sus hijos tendrían que estar en la escuela. Además, deben dejar de enseñarles a sus hijos a beber.



Sólo había una vela encendida en la habitación del fondo que Lorena y yo compartíamos con dos de sus hijos. Era pasada la medianoche. Todavía podíamos oír los tambores. “Me siento tan tranquila cuando vengo acá”, musitó Lorena.



Quemaron a Judas la mañana del sábado. Las cubas de cerveza de maíz fueron arrastradas hacia el exterior, comenzaron a beber con la primera luz y sirvieron pozole caliente –un guiso de maíz elaborado con una cabra y conejos capturados por los fariseos en el sendero el día anterior– de tambos colocados afuera de una casa situada cañón arriba de la casa de Lorena. Luego todo el mundo marchó hacia el cementerio. La efigie fue arrastrada hasta un descampado, le colocaron una gorra de beisbol negra en la cabeza, y media decena de hombres borrachos le cayó encima a gritos y patadas, y le arrancaron las extremidades. Finalmente alguien le prendió fuego al Judas y cuando no quedaba nada más que cenizas y pedazos de paja chamuscados, los borrachos permanecieron al margen vacilantes, con la respiración agitada.



Alguien gritó: “¿Ahora qué hacemos?”. Lorena estalló en carcajadas. Me lanzó una mirada. Apretó de los hombros a su hijo de cinco años y le repitió en voz muy alta: “¿Ahora qué hacemos?”.



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Cynthia Gorney escribió sobre la frontera sur de México en la edición de febrero. El libro más reciente del fotógrafo Robb Kendrick es Still, sobre vaqueros del siglo XXI.

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