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jueves, 8 de enero de 2009

LEED CUARTA PARTE

Leed, leed malditos (IV)

  • Y de que todo tiene un final. Chin pun

Por DAVID DE JORGE
Actualizado 08-01-2009 11:50 CET




EMULSIFICACIÓN


A lo largo de la evolución histórica, la casa siempre se asimiló con el hogar, es decir, con la cocina. En la actualidad, la alimentación se identifica cada vez menos con el universo doméstico, que es el hábitat natural de nuestra literatura. Una cocina artificial que reuniera en la mesa todos los alimentos posibles y anulara la identidad local, percibida como signo de limitación, era el primer deseo de las élites, el signo principal del privilegio alimentario. Sólo el hombre común se conforma con los alimentos que el país puede ofrecerle, escribía Casiodoro, por boca de su soberano Teodorico en la italia gótica del siglo VI: mil años después, el cocinero de la casa de Gonzaga, Bartolomeo Stefani, explica en su tratado de cocina que el señor no debe preocuparse del carácter estacional de los alimentos ni de los límites impuestos por el país, porque con buena bolsa y buen caballo de batalla se puede tener de todo en cualquier momento del año. (Jean-Louis Flandrin y Massimo Montanari).

Andwar (Flickr)

Combinar la relación del presente con el pasado, la tradición con el cambio, es una tarea que le corresponde a nuestra generación y a las precedentes. Hacerlo razonablemente, de manera equilibrada, es ante todo una muestra de inteligencia, porque también permitirá enriquecer nuestro patrimonio gastronómico y profundizar en esa honesta voluptuosidad a la que el humanista Platino dedicó muchas páginas.

La mejor maestra del gastrónomo es la vida misma: viajar, conocer, probar, amar, cocinar, leer. Estas son las herramientas fundamentales que alimentan la pasión. Comemos libros, leemos sobremesas, bebemos destilados que nos enseñan a comer y vuelta a empezar. Pero no es más que en ese cocinar, olfatear, masticar, saborear y deglutir, que llegamos a conocer nuestro propio espíritu, reconocernos en el personaje de esta gran comedia humana: haciendo discretas paradas frente al huerto, el puerto, la lonja, el bosque o la bodega, la olla, el horno o la botella. Nos detenemos ante un libro fragante, aspiramos profundo, ajustamos las gafas y elegimos los ingredientes que hacen falta para la olla (¿vainilla de Tahití o de Madagascar, ficción o recetario, Entre-deux-mers o Sauternes, nos preguntamos?).

Haré una última reflexión en torno a Julian Barnes, el autor de El perfeccionista en la cocina, una paja en el ojo de la literatura gastronómica actual. Un rara avis. Un libro que aburrirá con sopor hasta al más reputado de los chefs. Me apuesto un pie con su juanete. Hoy, la edición contemporánea está más preocupada en el derroche de medios de la propia edición que en la enjundia de los mismos. De ahí que Barnes ironice con cuestiones contenidas en este tipo de libros huecos, que tanto abundan, y que no conducen más que a la frustración del propio lector. ¿Cómo de grande es una cebolla mediana? ¿Qué significa fuego medio? ¿Cuánto cabe en una pizca? Todo son esforzados intentos en la cocina, dice el inglés, para terminar maldiciendo los recetarios profusamente ilustrados que no coinciden con el despachurrado soufflé que uno no es capaz de levantar unos milímetros. Hacer literatura de la buena con esas pequeñas cosas que pasan desapercibidas. Es la clave. Efectivamente, no es necesaria una propuesta culinaria de calidad para escribir con hermosura. Pero buena literatura y buena cocina hacen música celestial cuando suenan al unísono.

BIRLIBIRLOQUE

Faeryan (Flickr)

Ha sido un verdadero problema conseguir hablar de unos pocos autores: son muchos los que me hubiera gustado citar. Un día, un tipo con el que preparaba una conferencia, me sorprendió en mi despacho con una tonelada de libros sobre la mesa. ¡Todos estos!, sí le dije, todos estos son los libros de los que quiero hablar en la conferencia. Pero insistió en que estaba loco e intentó persuadirme de cometer tamaño despropósito: no puedes meter todos. Mataremos a nuestra audiencia. Le hice caso y el día de la charla lo contó en público, dijo a quienes nos escuchaban que los había librado de una buena, evitando que cayeran sobre ellos tantos y tantos títulos elegidos de los estantes de su biblioteca por un demente. Al fin y al cabo, para hablar de escritura gastronómica es suficiente poner unos pocos ejemplos, al igual que no es necesario disponer de todos los ingredientes de un mercado de abastos para explicarle a alguien los rudimentos elementales de la cocina.

Debo reconocer, ahora que estoy solo y nadie me acompaña en estos folios, salvo ese asesino que llevo dentro, un apóstata y un obseso, que estas líneas quedarán mucho más lucidas, crecidas y apañaditas si las acompaño de un regalo que encontraréis un poco mas abajo. En el fondo bastará con recordaros que para hacer buena literatura gastronómica hay que hacer, sobre todo, buena literatura. Y el resto es lo de menos, aunque lo suyo cuente. No son lo mismo, ni pesan igual en el recuerdo, un pincho frío post-moderno servido en copa de Martini y adornado de lonjas de mortadela cristalizadas que unas gordas becadas asadas al espeto. Pero creedme, ambas sirven si a escribir bien se acierta.

No os dejéis despistar por la cita de grandes platos, mesas y cocineros. Observad si el artefacto desarrollado es superfluo. Apreciad si la prosa está justificada y os conmueve, si está a la altura de lo servido o lo bebido. Tampoco os dejéis llevar por el lujo editorial al que acostumbran los libros de esta especie. No forzosamente las fotos más hermosas o el diseño gráfico más florido, han de llevar el texto más dichoso. Pero sobre todo desconfiad de los libros que traten al texto como puro adorno, o que impreso esté en pequeños caracteres de tinta invisible que no se alcance a leer sin el telescopio de un astrónomo. Cuando un texto se escribe de veras, se escribe en tinta oscura, para que alguien la lea con deleite sin provocar mucho a sus dioptrías.

FINIS TERRAE

Bebe, come, duerme, ronca y sueña. Si alguna vez piensas en algo que te plazca, que sea entre libro y libro, vive siempre el placer del momento presente y ansía el goce del momento siguiente. Pero si no contento con destacar en el gran arte de la obscenidad, la infamia, la falsedad, la crápula y el desenfreno de la gastronomía que hoy nos toca vivir, tú sigues revolcándote en ese lodo, como los cerdos, seguirás siendo feliz a tu manera. La literatura y los buenos libros están ahí para tu participación gloriosa en otras cuestiones mucho más importantes. Por lo demás, no te estoy diciendo nada que no te aconseje ese monstruo que también tú llevas dentro si lo sabes escuchar. Nada te sugeriré que no sea bueno para ti, querido amigo y nada mejor que a la lectura puedo invitarte. Efectivamente, todos los medios posibles he empleado: la exageración y la abundancia, la reiteración y el horror, las citas y mis libros, nuestras fobias y mi propia memoria: todo lo que hice de más fue pensado en modo de inspirarte horror, no sé si me entiendes. ¡Sólo quiero que leas!

Mi anciana madre, mi mujer y mis hijas dicen que soy un exagerado, pues en el desayuno mezclo café y chocolate en la misma taza. Lo hago para disfrutar de las dos bebidas y todas insisten una y mil veces en recriminarme que eso no es más que una porquería. Me advierten que en la mezcla se pierde el valor, el gusto y la fortaleza que los dos ingredientes tienen, sí, pero por separado. Perdería mi tiempo y mi esfuerzo si dijese otra cosa: todas las mañanas cuando bebo de mi taza pienso que sugerirle castidad a un libertino o invitar a ser prudente a un valiente es como hablar de humanidad a un tirano.

LEED TERCERA PARTE

Leed, leed malditos (III)

  • O de que no hay tercera mala. ¿O sí?

Por DAVID DE JORGE
Actualizado 07-01-2009 17:31 CET

XANTANA

Pero sigamos con nuestra búsqueda de la hermosura bien trabada, que en apariencia de libro adopta la más perversa de las formas. Sigamos con esta aventura de Cosaco del Kazán, que sobre caballo va, sin temor y sin desmayo. Busqué refugio en recetarios comme il faut y tropecé con George Blanc, Pampille, Michel Guérard, Picadillo, Pierre Gagnaire, Abraham García, Apicio, Bocuse, Sarah Dudley y Elizabeth O’Brien, las hermanas de Azcaray y Eguileor, Don Teodoro Bardají y Edouard de Pomiane, al que por cierto, Julian Barnes en su Perfeccionista en la Cocina, dedica el capítulo El maestro de los diez minutos, una diminuta obra maestra de observación perspicaz.

Después de recrearme con tanto guiso, tropecé con el Festín en Palabras de J.F. Revel, un encuentro electrizante. El escritor marsellés comenzó su carrera literaria cambiando su verdadero apellido, Ricard, por el de un chef de un sucio barrio de París, propietario de un restaurante llamado Chez Revel. Buena declaración de intenciones. Él reafirmó mi fe en la buena literatura gastronómica y todavía hoy me hace obviar la desangelada prosa de nuestros historiadores locales de la alimentación, tan carentes de gracia a la hora de escribir sabroso. Son peores que el pan de gasolinera, miré usted, oiga que se enfría y luego no hay quién se lo coma. Encontré en su libro una hermosa aproximación a la buena cocina que no se esconde jamás y que reivindica con orgullo, su procedencia campesina, su conexión con el fuego, sin dejar de renovar o de enriquecer, al paso del tiempo, todo lo que toca: lo difícil es reencontrar, detrás del aparato verbal de las cocinas de artificio, la cocina popular anónima, campesina o burguesa, que exige su punto y sus pequeños secretos, que evoluciona lenta y silenciosamente y donde no hay un inventor particular. Es esta cocina media, el arte gastronómico de las profundidades, la que explica que en unos países, se coma bien y, en otros, se coma mal.

A toda esta gente la llevé en la mochila en mi particular periplo por cocinas pomposas y comedores de guarro malecón. Me empaché de cocina y como un personaje de mi propia novela que es mi vida (David Copperfield), presto hoy más atención a lo escrito que a la propia pirueta gastronómica. Y el panorama es bastante desolador, para qué nos vamos a engañar. Hoy, mis queridos libros, cuanto más grandes y más ilustrados son, peor me saben. Le dan ganas a uno de meterse en la cama sin cenar. Menos mal que Baudelaire, Rimbaud o Verlaine dedicaron también tinta china a comer, beber y sus placeres aledaños que se extienden, por lo general, hasta la posición horizontal con los calzones o las bragas en la mano y terminan con el cigarro colgando de la comisura de los labios.

Flaubert, Maupassant, Proust, Daudet, Hugo, Valéry y mi querido Barthes, que, en ese intento de evitar el asesinato como norma, acumulando cadáveres por las calles, las cunetas, los cafetines y hasta en los despachos de pan, tropezando con tanto malaje que atenta sin piedad contra la razón y la belleza, optó por convertirse en un liberal contumaz para hacer oídos sordos a esa llamada a la muerte de todo bicho viviente que lo perseguía allá por donde pasaba.

frangrit (Flickr)

¿Será la ausencia de prejuicio gastronómico una falsa conducta refleja, propia del exaltado que sólo tolera el cocido de su abuela, la tortilla de su madre o las lentejas de su tía la del pueblo? Seguro que Arturo Pardos estará totalmente de acuerdo con el francés. Yo también. Si no me hubiera convertido en un liberal que todo lo tolera y aguanta, mataría todos los días decenas de personas. A pesar de que mi caso debe ser para gabinete de investigación médica, pues la belleza del piano de Gould también me incita a la puñalada, como os adelanté al principio. Decididamente, debo ser un vicioso incurable. Pero a lo que iba. En sus Mythologies, Barthes, como os contaba, profundiza bastante en la deconstrucción de los mitos gastronómicos franceses. ¿Os suena el palabro deconstrucción, no? ¿No queríais, cocineros que calzáis zueco de Bragard y os ocultáis bajo un gorro que cuece al vapor vuestras ideas, no queríais, os decía, herramientas que os sirvan para destripar tanto concepto en estado gaseoso y hacer balance de hacia donde vamos y de dónde venimos? En los libros encontraréis todo lo que necesitáis para conseguir humanizar ese fogón que está tan necesitado de palabras, caricias, sujeto, sonrisas, verbo, miradas y predicado.

SURPRISES

Ahora que aflora este espíritu de espadachín que calza bota alta de cuero, hago memoria y os cuento que Alejandro Dumas no deja pasar muchas páginas, en las gloriosas sagas de los mosqueteros (que os recuerdo, no se llamaban Algic, Citras, Eines y Gluco), sin recordarnos el insaciable apetito del vanidoso (este sí) Porthos, como tampoco Rabelais permite obviar el hambre del gigante Gargantúa y su hijo Pantagruel (me empapuzo, humedezco y bebo, todo por miedo a morir), siendo así como el adjetivo pantagruélico se aplica a lo excesivo, opíparo y abundante. Una lástima que tanto gacetillero desalmado se apropie de tan hermoso vocablo para emplearlo a su capricho y antojo: me suben ahora a la cabeza (como las burbujas de la gaseosa, ásperas y toscas) las infumables crónicas escritas de la prensa gastronómica española en las que se emplea tanto adjetivo superlativo con resultados poco hermosos, cierto. Aprovecho la ocasión para decir a tan consideradas plumas que jamás se vio tal disparate: el terror de aquellos que temen leerse en sus escritos, pero más por miedo a las represalias de sus dementes juicios, que de verse rodeados de tanto exabrupto y sujeto y predicado peor hilados. Aplíquense ese minimalismo (horrible palabro, excusez-moi monsieur Wolheim) que tanto exigen a voz en grito les sea servido en bandeja de plata o sobre plato e inyéctenlo a sus propias plumas: intenten escribir con deleite, ausencia de contenido formal, de estructuras relacionadas y abstracción total, con máxima sencillez, procurando encontrar esa perfección que tanto exigen en el fogón pero nos niegan en sus columnas. Y busquen esa belleza en sus teclados, la misma que muchos chefs son capaces de resolver con una pizca de aceite de oliva, mucho tiento y su sartén. Cada uno con sus armas, pero dando por sentado que no puede uno mancillar al contrario si no lo hace con estilo apropiado, educación y sin errar el disparo. Les insisto amigos, empleen buena letra y repasen lo escrito muchas veces, dejen el texto en reposo como el escabeche de perdiz, antes de poner en marcha el cartucho de impresora.

Viewmaker (Flickr)

Ya que hablamos de demonios, nuestro admirado Dante puso un lugar con vistas en su Inferno para los que abusaron de la gula y no tuvo reparos para escribirnos de sus faltas, defectos y pecados, que son también las nuestras y las de toda la humanidad. Hay que reconocer que esa confesión de las debilidades propias, ha sido y es un filón para cientos de atormentadas plumas que nos han escrito ayer y hoy sus mejores páginas. Ahora mismo, me acuerdo de dos libros: Eat this Book, de Ryan Nerz y Horsemen of the Esofagus, de Jason Fagone. Estos dos autores forman parte del jurado de la Federación Internacional de Comilones Competitivos y cuentan en clave literaria, las aventuras de David Coondog, campeón del torneo de salchichones de Ohio, de Tim Janus, campeón del mundo de comedores de Tiramisú (obviaré la cantidad de pastel para no quitaros las ganas de comer tan delicado dulce veneciano), o de Hill Simmons, un camionero campeón de la Copa Ala, una especie de Premio Nadal de la jamada, que consiste en competir por comerse la mayor cantidad posible de pollo frito. O ese otro escritor, Stefan Gates, preocupado por hilar como es debido una frase tras otra, que nos cuenta en El Gastronauta, cómo dorar en la sartén un gusanito cheeto barbacoa u obtener posibilidades gastronómicas de la cera y de las uñas cortadas de los pies. Fue apartando durante semanas sus uñas en un sobre y luego, utilizando el ancestral mortero, las molió y convirtió en un crujiente polvo que metió en un pudding. Tuve una ligera sensación de asco al morder las uñas más hermosas y el lejano recuerdo de sabor del peor pastel centroeuropeo que pueda uno comprar en el snack-bar de una estación, pero aparte de eso, el experimento culinario no sirvió de mucho, escribe. Les recomiendo, remata el autor, que no lo intenten.

Otros títulos como Two for de road, de Jane y Michael Stern, son un claro ejemplo de honestidad hilada con escritura fina como la más dulce mermelada. ¿Es la comida misma, o la idea de la comida, lo que le gusta al escritor? Desde luego, no esconden un secreto a todas luces inaceptable entre nuestros resabiados escritores gastronómicos: a la señora Stern no le gusta el pescado ni la mayoría de especias, un obstáculo profesional que desaparece en cuanto aflora la buena literatura. ¿Qué más nos da? ¿Qué nos importa la historia, lo sucedido, la descripción de lo visto o lo comido, aquello que ingerido está y reposa en el fondo del estómago? ¿A quién importa que un gazpacho de melón merezca una calificación de ocho sobre diez o que un sorbo de granizado de Campari sea sibarítico y pleno de manjarosidad?

Algunos deberían confesar a voz en grito sus defectos en la mesa, ya que son incapaces de hacerlo por escrito. Como hicieron Lampedusa, Moravia, Calvino, Turgenev, Chejov, Tolstoi o José Lezama Lima en su Paradiso, tan lleno de delicadeza y de hervor pausado. O confesar su hambre, como Brecht, capaz de hacer poesía metafísica escribiendo sus ganas de hincar el diente a algo tierno, soñando con una mesa bien dispuesta.

Casualidades de la vida, los libros que tanto me gustan, los autores que aquí estoy teniendo el gusto de citar, se preocupan tanto o más de la forma que del asunto que tratan, sabiendo que la batalla de la vida está perdida. Y debatir las cuestiones del comer no conduce a ningún sitio, es asunto harto cansino. Tanto como quitarles la piel a dos cubos llenos de habas o comerse los corchos que hacían tragarse a aquel personaje ciego de Guy de Maupassant. Toda la literatura gastronómica de cualquier condición o lugar está reunida en aquel gazpacho que sorbía Sancho Panza antes que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que lo matara de hambre. Hablamos de literatura de mantel: Gourmandia, un mundo feliz, de clima benigno, donde la gastronomía puede ser herramienta auxiliar de la narrativa o convertirse en su principal objetivo; desde la Fisiología del gusto de Anthelme Brillat-Savarin hasta The Art of Eating o el Sírvase de inmediato de M.F.K. Fisher, que Mario Muchnik tuvo a bien editarnos a comienzos de los noventa. Un compendio extraordinario el de la Fisher, en el que nos describe con pluma de vieja dama (Virginia Wolf) qué sintió aquel cavernícola cuando la primera ostra, resbaladiza y yodada, bajó por su gaznate o nos instruye sobre cómo cocinar un lobo y nos distingue los distintos tipos de felicidad que uno es capaz de experimentar cuando come en grupo o en la más absoluta soledad.

Estos libros nos reflejan el salto que da el alimento, pasando por varios grados de necesidad percibida. Desde el pan como mero sustento hasta el banquete como derroche máximo, nos coloca en el centro de nuestro universo un insignificante pedazo de queso. Nos place la comida, la bebida y la compañía, no como simple alimento, para apagar la sed o esconderse de uno mismo sino con irrefrenable hedonismo y deleite. A fin de cuentas y con mucho arte, convertimos esas necesidades fisiológicas en una manera más de hacer llevadera nuestra existencia, permitiéndonos vivir y morir con elegancia. Como Tristam Shandy (Laurence Sterne).

LEED SEGUNDA PARTE

Leed, leed malditos (II)

  • O de que cuando hablamos de larga, nunca mentimos

Por DAVID DE JORGE
Actualizado 06-01-2009 12:08 CET

ESFERIFICACIÓN

Escriben Jean-Marie Amat y Jean-Didier Vincent en su 'Nueva Fisiología del Gusto', que el cocinero cuando escucha a los pedantes de la cocina, siente el mismo cansancio que experimenta el profesor Vincent con la lectura de un mal libro o escuchando una pregunta mal formulada. El deseo de estos dos energúmenos es compartir su saber con el lector, si por casualidad hay un lector, o con el comensal si se da el caso. Hartos de escuchar siempre las mismas monsergas reivindican el buen gusto en la mesa, la receptividad, la mente abierta, el sentido del humor y buenas dosis del mejor aliño: litros de literatura y el hábito de la lectura que convierte el ejercicio de cocinar en algo más que puras y duras recetas repetidas una y mil veces hasta la extenuación. O el aburrimiento. La cuisine c’est beacoup plus que des recettes, nos lo dejó bien escrito Alain Chapel, el desaparecido chef de Mionnay. Ahora bien, a mí no me queda claro qué quiso decirnos el buen hombre. Aunque lo intuyo, si me pongo en plan Nero Wolfe (Rex Stout).

eob (Flickr)

Efectivamente, cuando uno navega en barca destartalada por una vida de lecturas, relecturas y libros repletos de caviar, trufa, sopa juliana, Aigobulido, cebollas tiernas, Vichyssoise, Bullavesa, foie gras, timbales de macarrones, Cassoulet, lubina al hinojo, Chateaubriand, steak a la pimienta, patas de cerdo a la Sainte-Menehould, Osso Buco, liebre a la Royal, ortolanes y quesos de Brie, Camembert o Roquefort, se acumula, además de mucha hambre, un suma y sigue de escritores cuerdos —muchos de ellos— y dementes —la mayoría— que espesan esa pegajosidad a través de la cual la cocina se vislumbra, bien humana, lozana, auténtica y todo tipo de palabros que queráis adjudicarle. Más que hablar de filosofía y de todas esas cantinelas, a la hora de hablar o escribir de gastronomía, convendría echar mano a toda esa fauna literaria, que a fin de cuentas, también debe considerarse ingrediente principal, como los puerros. Todos sabemos que en la buena cocina hay ciencia y poesía, álgebra y fuego, deseo y memoria, además de todo aquello que uno quiera meter en el saco, un fardo que muchos creen que no tiene fondo de la de trastos que cargan en él. Sor Juana Inés de la Cruz descubrió en los fogones los secretos naturales y se lamentó de que Aristóteles no cocinara nunca. "Si hubiera guisado, mucho más hubiera escrito", afirmó la inteligente monja, para quién la cocina era, sí, un espacio filosófico, metafísico e incluso místico.

Entre lo poquito bueno que le hemos oído a Arturo Pérez Reverte, respondía rotundamente a la curiosidad de quien lo interrogaba sobre sus escritores contemporáneos favoritos: "Mientras queden clásicos por leer, tengo lectura de sobra". ¡Vaya filibustero! La enciclopedia francesa define al ilustrado como aquel que pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad, en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes, se atreve a pensar por sí mismo. En las cuestiones que aquí se tratan, a pesar de que los tiempos que corren no sean del todo propicios debido al alboroto, la lectura es una herramienta fundamental para que el cocinero pueda crear con más jolgorio sus propios espacios de libertad y devolver así al palabro cocina esa humanidad que se descoyunta, como los viejos y enfermos muros de piedra. La herrumbre y la humedad terminan de rematar cualquier cazuela.

Se debiera hablar más de literatura en todos estos congresos de reciente cuño que abundan por la estepa. Al más puro estilo Celtiberia Show (Luis Carandell), estas manifestaciones de júbilo gastronómico, podrían reclamarse mucho más reflexivas, sesudas e intensas y se me antoja que el lugar destacado para tanto y tanto párvulo cocinero debiera ser la butaca, bien sentados, peinados con la raya al medio y con predisposición para el disfrute y las ganas de aprender.

Haciendo gala de esa falta de prejuicios que muchas veces se reclama al feliz comensal y con una buena dosis de humildad, ansío la llegada del día en el que pueda reconciliarme definitivamente con el debate público sobre asuntos del comer. A las pruebas me remito: conforme he ido echando al macuto libros de Dumas padre e hijo, Grimod de la Reynière, Montaigne, La Bruyère, Voltaire, Prosper Merimée o Colette, los guisos me salen mejor. Parece como si el don celestial del buen gusto habitara de pronto en tus entrañas y se acomodara para no abandonarte jamás. Pero no sólo de literatura francesa puede uno alimentarse con excelentes resultados: Don Pedro, que era un cura de esos de sotana de sastre, fijador de pelo y abrótano macho en sus cabellos, siempre me advirtió de la presencia de la gastronomía en las Sagradas Escrituras. ¡Qué canalla! Creo que aquel tipo tentó al diablo para lograr que me interesara por los cuentos que leía y releía una y mil veces en el momento de la Eucaristía y pensó que sólo lograría retener mi atención en ellos si conseguía transmitirme la bondad culinaria del viejo pueblo hijo de Leví. Evidentemente, el tiempo me ha demostrado todo lo contrario, no sólo que el clero ha sido incapaz de predicar con el ejemplo, sino que las escrituras sagradas están repletas de cautela, intimidación y austeridad, sacrificio y mortificación, toda una parafernalia de actitudes absolutamente contradictorias con el deleite, la voluptuosidad y la buena mesa. Si las doce tribus de Israel hubieran buscado una tierra prometida de paisajes más grasientos y alcohólicos que unos simples arroyos de leche y miel o campos de trigo y mijo, me lo hubiera pensado. Os recuerdo que el pecador Zaqueo esperó a Jesús en una higuera. ¿Casualidad? ¿Qué es lo que buscaba el jodido en realidad?

ckaroli (Flickr)

Ya en aquella época de pantalones cortos, esas esperas bajo una higuera me sonaban a pamplinas, mis lecturas, además de los comics de Gallardo y Mediavilla, se reducían a viejos volúmenes que con discreta mano dejaban en casa a mi alcance en lugares de fácil acceso, como tentando a mi destino: sobre la mesilla, cerca de la Nocilla, junto a los guantes de fútbol, entre las tetas de los Interviús, en lugares estratégicos. Se produjo así el feliz encuentro con Luján, de la Serna, los hermanos Domingo, Cunqueiro, Muro, Perucho, Chirbes, Pla, Camba, Escoffier, Monselet, Brillat-Savarin o Careme. Me convertí en un yonqui del libro, la letra impresa y la tinta en vena. Mi destino cambió la ruta: pasé de la lucha libre, la zancadilla, la ahogadilla, el balón y la zambomba, a adoptar una postura más estática, sentado con la columna bien erguida y al abrigo de toda contaminación sonora, o sea, la típica postura del tocado mental que lee.

Ya por entonces, creí adivinar en mis entrañas a un apóstata en potencia, pero me obligaban a creer en Dios a base de buenas tortas con la mano abierta. E insistían en que buscara en la sabrosura del papel de Biblia, las primeras normativas dietéticas de la cultura occidental escritas en clave religiosa: debes ir al Antiguo Testamento y leer el Éxodo y el Levítico, me decía el de la mano abierta, retirándose sus pequeñas gafas de las cuencas de los ojos. Pero yo, que para entonces ya estaba seducido por el exceso de verborrea ilustrada de la sucia literatura francesa, no comulgué con todo aquello. ¿Qué incauto podía imaginar que cualquier libro que sugiriera tanta corrección y la prohibición de anudarse un babero para dar cuenta de un lechón asado o unas gambas al ajillo iba a formar parte de mis libros de cabecera? Allá dejaban claro que ese último percebe tibio cogido de la fuente o esa patata frita comida con pocas ganas, pero sin desmayo, tras dar buena cuenta de un par de huevos, era la señal del diablo: gula. Puse pies en polvorosa.

TEXTURAS

ashe-villain (Flickr)

Leopoldo Bloom comía con entrega órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la sopa de menudillos, las mollejas de ternera, el corazón relleno y asado, los filetes de hígado fritos y las huevas de bacalao. Pero más que nada, le gustaba el riñón de cordero asado, que impartía a su paladar un fino saborcillo a orina. James Joyce nos presenta de este modo al protagonista de su Ulises, artefacto literario que transcurre en un fatídico y extraordinario dieciséis de Junio de 1904. Pero desde mucho antes de 1922, año en que Joyce decide ofrecernos su obra, literatura y gastronomía han ido de la mano. Desde las viejas cantigas en las que el receloso amante solicita con evidente impotencia verme necesitado de alimentar mi espíritu con pan y cuartillo de vino, pues a falta de los frutos del amor, confortadme con buenos condimentos, la escritura ha estrechado sus brazos al buen yantar o la gastronomía ha abierto su corazón a la literatura, vaya usted a saber, si es antes el huevo o la gallina, la ignorancia humana o la crucifixión. No podría ser de otra manera, pues la literatura no refleja más que ese ansia de toda condición humana por comer caliente y entregarse a los ardores del amor de alcoba. ¿Cómo escapar al alimento, si la falta de comida consume al hombre desde mucho antes que supiera sentarse y dejar constancia de su hambre por escrito?

Del siglo XV para acá, hay una tribu de escritores en lengua inglesa, francesa, italiana, alemana o rusa en cuyas obras se olfatea la gastronomía, breve o extensamente, abarcando desde la ficción al ensayo, del juicio culinario inteligente a la narración histórica o el pensamiento filosófico: Chaucer, Andrew Marvell, John Milton, Shakespeare, Swift, Ben Jonson, Henry Fielding, Samuel Johnson, Sir Walter Scott, William Thackeray, Charles Dickens, John Donne, Herman Melville, D.H. Lawrence, William Blake, Vladimir Nabokov, Roald Dahl, Thomas Pynchon, M.F.K. Fisher, Alan Davidson o Charles Lamb.

¡Quietos parados! Un inciso. Efectivamente, desdichadas listas, pensaréis, de qué sirven estas citas de libros, tantos autores y esta murga de referencias de ejemplares que, si algún inquieto pretende comprar se las verá y deseará con un librero que poco más hará que mamporrear en un teclado. ¡Desdichados! Qué más da. Si sirve para que en uno sólo de vosotros despierte a su monstruo, lector voraz y despiadado, entonces, sólo en ese momento mi misión divina se habrá cumplido. Y os engancharéis a esa puñeta de apagar la luz a las tantas de la madrugada.

PÁGINAS

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